Muxara

La comunidad de Muxara me esperaba, entre expectante y asombrada. Unas pocas sillas y unas cuantas esteras. Un circulo espontaneo, de ancianos, mujeres, jóvenes y muchos niños, siempre muchos niños. Un pequeño resto que me recordó, no sé muy bien porqué, al Israel del Éxodo. La sombra y la frescura del árbol del mango, inmenso como casi todos, nos daba la bienvenida. Nada importaba, sólo la presencia. Algo que hemos olvidado demasiado en nuestro civilizado primer mundo. Vestidos de pobreza, de ingenuidad y de una gran libertad, empezaron a dejarme poso…
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Soy de un pueblo que se vio obligado a abandonar sus casas por causa de una presa y, aunque de eso ya han pasado muchos años conservo en mi memoria la tristeza de tener que dejar un hogar. No puedo juzgar si entonces las razones fueron justas, pero sé lo que siente el corazón cuando le arrancan las raíces. A un lado y a otro de Muxara esas máquinas que todo lo destruyen en un instante han devastado. Con poco dinero es fácil que muchos caigan en el cepo. La miseria no es sólo material. Algunos creen que el desarrollo exige esta renuncia. También la gente de mi comunidad está vendiendo sus casas y terrenos, aunque me canso de decirles que no lo hagan, que alquilen si es preciso, pero que conserven lo que es suyo.

Pero la historia de Muxara no se escribirá con esa tinta. Estoy convencido que las grandes construcciones pasarán y no quedará de ellas piedra sobre piedra, sus letras se escriben en el papel del tiempo que arde. Pero Muxara, los pobres, no, ellos escriben su historia con sangre sobre la roca. Cincelando como dice Job. Y por eso esta historia es verdadera: son los ojos atentos de hombres, mujeres y niños, cuando sientes que las personas que te escuchan se beben las palabras, es la humildad sin pretensiones que desafía todas esas maquinaciones artificiales que sólo buscan poder y dinero. Porque es el lenguaje de la sencillez, del alma, del evangelio. Ese lenguaje que ya nadie podrá callar.

La despedida de Jesús no podía ser otra: esto os dejo, amaos como yo os he amado. La fuerza de vivirlo es su Espíritu. Nos hemos reído en la eucaristía, otra vez, al recordar al gran ermitaño del desierto; después de dejarlo todo y retirarse, fue bendecido con una visita del mismo Dios y este le dijo: estoy contento de ti, Antonio, pero todavía más del cestero del pueblo. Sin más, vistió su capa raída y fue al encuentro del cestero. ¡Cuánto rezarás - le dijo – para que no se condenen los pecadores! Pero el cestero le respondió: no, santo hombre, rezo para que si alguien ha de ser condenado que ese sea yo. Y eso es amar como Jesús amó, subir a la cruz para que no tengan que subir los otros… su demasiado amor nos pone a prueba. ¿Aprobamos el examen? Se me ha ocurrido preguntar… ¡No! Han respondido. Mientras haya un solo hermano subido en una cruz estaremos todos excluidos.
Habrá historia escrita en la misma roca y viento que seguirá soplando, habrá libélulas mostrando el camino, palabras que llenan de vida a los pobres.
Ha vuelto Wahicha, la más pequeña y feliz de todas las libélulas. Horace sigue escribiendo en la arena, en las paredes, por doquier, el nombre de Aquel que por quien ha decidido vivir. El mundo está en sus manos, porque más allá de ellos sólo veo vacío, tristeza y muerte.
Posos de café en Pemba 36, 28 de abril de 2013.