“Josefina
tenía diez años, era la hija mayor de Celina, una mujer que huyó de la aldea
Mbau, muy cerca de la frontera con Tanzania cuando empezaron los ataques
terroristas. Salió después de un ataque, en una madrugada de enero, este año.
Huyeron, como hacen todos, a esconderse en los campos, y cuando volvieron
encontraron sus casas quemadas, y muertos aquellos que no tuvieron tiempo de
escapar o eran demasiado mayores para hacerlo. A uno de sus vecinos, Venancio,
que llegó aquí a Pemba por los mismos días con su mujer y su pequeña de dos
años, los terroristas le mataron a dos hermanos gemelos, sólo tenían 19 años.
Josefina
tenía síndrome de Down, era muy inquieta y no paraba de ir de un lado a otro.
Los acogí aquí en la misión de San Carlos Lwanga, en enero de este año, con un
grupo de más de doscientas familias, integradas sobre todo por niños y mujeres.
Dicen que a los terroristas les interesa matar a los varones, las mujeres
sirven y los niños acabaran siendo soldados del califato. Aquí entre nosotros,
en Mahate, todo empezó dos días antes de la Navidad del año pasado. Llegaron a
la misión 24 miembros de una misma familia, venían también de la misma zona
fronteriza. Al principio, todos eran de la etnia makonde, provenientes de las
aldeas del interior, mayoritariamente cristianos y católicos, fruto de la
primera evangelización de los misioneros de San Luis de Montfort por esta zona
norteña de Mozambique. No entendíamos mucho qué estaba sucediendo, pero hacía
ya un par de años, desde 2015 al menos, que escuchábamos noticias preocupantes.
Se decía que había en los bosques del norte cercanos a Mocimboa da Praia,
campos de entrenamiento de jóvenes para la guerra, mientras desaparecían otros
de entre los conocidos del barrio, como los muchachos que nos vendían pescado,
y no se volvía a saber de ellos. Algunos musulmanes amigos contaron preocupados
que a algún familiar le habían ofrecido una beca para ir a estudiar el Corán,
como ellos dicen, pero después resultó que nunca más se supo de ellos.
Aquel
año de 2015 los seguidores del consejo islámico aquí en la ciudad de Pemba
empezaron a radicalizar costumbres de cuantos adherían a su secta, y aquí en
nuestros barrios de Mahate y Muxara, sobre todo, las mujeres, las niñas y las
jóvenes empezaron a salir de casa cubiertas con el nicab. Rostros de
comerciantes extranjeros con sus mujeres así vestidas se prodigaban, eran caras
nuevas en los barrios. De las mezquitas llegaban comentarios preocupantes:
rezan con botas y con machetes… los vecinos musulmanes, casi todos, no lo
vieron con buenos ojos. Fueron unos meses, pero se hicieron sentir entre
nosotros. Estaba siendo un cambio muy drástico, en muy poco tiempo, de las
costumbres habituales de la vida de las comunidades, y todos nos preocupamos.
La prohibición del uso del velo llegó después de que una mujer totalmente
cubierta robase un bebé del hospital central. Nadie le dio la debida
importancia a todos los rumores que circulaban, pero algunos levantamos la voz.
Aquellos días en las redes sociales corrían grabaciones de vídeo de terroristas
degollando a personas, bajo cantinelas de la oración musulmana. Muchos, muchos
jóvenes, vieron ahí un propósito para sus vidas, demasiado destruidas por la
miseria.
Durante
esos dos años que siguieron y ya después del comienzo de los ataques en la
ciudad de Mocimboa da Praia, en 2017, se especuló sobre el origen de los conflictos,
se decía que eran jóvenes delincuentes comunes y se repetía una y otra vez,
llegando a convencer a muchos de nosotros. Pero quienes ya estábamos unos años
aquí sabíamos todo lo que se había dicho y habíamos visto de lo que eran
capaces. Muy recientemente la seguridad antiterrorista internacional ha
reconocido que Mozambique recibió líderes de estado islámico que estuvieron
entrenando en el norte, durante varios periodos.
Los
pueblos makondes cristianos del interior parecían ser los primeros objetivos de
los terroristas, así nos llegaban las noticias. En la aldea de Xitaxi, más de
cincuenta jóvenes y adultos fueron asesinados por no aceptar unirse a los
terroristas. Alguna de las mujeres que escaparon al secuestro cuenta que, entre
las víctimas, hubo quien respondió a las amenazas confesando la fe.
Pero
poco a poco los ataques se extendieron también por la costa, entre los pueblos
mwaní, aquellos que de entre ellos no veían con buenos ojos esta violencia.
Fueron la segunda ola de refugiados, ya en los meses de mayo y junio de este
año. Aquellos que teniendo cargos en la oración de las mezquitas se negasen a
seguir a los terroristas eran ajusticiados ante todo el pueblo, como al parecer
ha sido la práctica normal del estado islámico.
Mocimboa
es una ciudad costera que ya fue califato islámico antiguamente y el hecho de
concentrar los ataques aquí parecer responder a ello. A mediados de octubre
barcos de pesca de toda la costa de la provincia empezaron a llegar cargados
con niños y mujeres, huyendo nuevamente de unos ataques que ya no parecen tener
fin. Las playas de Paquitequete, el barrio mwaní más antiguo de Pemba, siguen
llenas de varios millares de personas, enfermas, hambrientas, sin nada… cerca
de medio millón de personas han abandonado su tierra y hogar.
Fuimos
los primeros en abrir nuestra iglesia y responder a casi un millar en enero de
este año. El proyecto mundial de alimentos estaba previendo la crisis y se
había preparado, las organizaciones empezaron también a responder, hasta que
los canales oficiales del gobierno también empezaron a funcionar. Ahora los
campos de refugiados acogen a la mayoría, otros han podido alojarse en casas de
familiares, demasiado pobres para poder responder a tanta necesidad. Los
ataques han ido extendiéndose hacia el sur llegando incluso a la bahía de
Pemba, hasta Quissanga y los alrededores, provocando un éxodo y un drama
humanitario terrible. No es posible sostener durante mucho tiempo una crisis de
estas dimensiones, no hay recursos ni capacidad, mucho menos en África. En un
escenario así empezar a ver víctimas no tarda mucho. Y los niños y los enfermos
son los primeros en morir.
La
crisis del coronavirus ya estaba dejando una marca de sufrimiento añadido entre
nosotros, aunque sus efectos no hayan sido directos ni se hayan hecho sentir
aquí, muchas medicinas han escaseado en los centros de salud y tratamientos
crónicos se han abandonado, con la consiguiente pérdida de calidad de vida,
agravada por las restricciones de circulación y movimiento que han empobrecido
mucho más a los pobres… Entre los pobres mantenerse es un desafío constante y
conseguir algo para comer en casa cada día no está garantizado.
En
toda la zona norte, exceptuando la ciudad de Moeda, que apenas estuvo unas
pocas semanas sin presencia religiosa, se han abandonado las misiones. Queda
muy poca población en algunos poblados que tiene que huir a esconderse siempre
que amenazan los terroristas. Algunos no pueden perder ya nada más y la
desesperación se apodera de la mayoría.
Celina
encontró un pequeño trabajo limpiando en una casa, hace ya un par de semanas.
Hoy cuando volvió encontró a Josefina vomitando en el suelo, la llevó al
hospital, pero ya era tarde, los médicos no han podido hacer nada. Hemos ido a
buscarla porque su madre no quiere que la niña se quede en el hospital esta
noche, mientras lloramos por ella esta noche y aguardamos para enterrarla
mañana.
La
mamá de Nelson ya vino el viernes pasado, un bebé de cinco meses, a su madre la
mataron los terroristas. Ella se trajo a todos los niños que pudo campo a
través, y cruzando el río Montepuez la corriente se llevó a una pequeña… Nelson
es la imagen de un bebé que no se alimenta desde hace días, y me pregunto
cuánto puede resistir un niño tan pequeño… es una de esas imágenes que los
medios suelen poner en las hambrunas. Sólo que esta imagen es de hoy, de
nuestro presente, el que tenemos que vivir respondiendo… la doctora Joana lo ha
ingresado, pero después, me dice: padre, necesitará leche. Cuando no sabe a
quién avisar me llama.
San
Carlos Lwanga es un hospital de campaña, como dice el Papa. No porque quiera
serlo sino porque no tiene otro remedio que serlo. Porque no tiene sentido ser
otra cosa. Si la iglesia del viernes santo hace algo, es esperar, mientras
venda a los muertos y los sepulta… En la carta a los Tesalonicenses (1, 6)
Pablo dice que el Señor ha llamado a su pueblo que acogió su Palabra en medio
de muchas tribulaciones. Porque quizás es así que puede responderse a Dios, en
medio de las tribulaciones. Quizás no hay nada o muy poco que responder cuando
la vida es fácil y cómoda… Y sin embargo dar la espalda al dolor y al
sufrimiento también es algo que nos tienta aquí, como si eso nos permitiese
creer que es posible vivir de otra manera.
En
las playas de Pemba creí sentir la presencia de aquel pueblo que atravesó el
mar huyendo de Egipto, y también podía reconocer a los moisés de hoy… que
estemos aquí hoy nos da el sentido que nuestra vida esperaba, pero también
puede quitárnoslo. Todavía, a veces, me siento apabullado, cuando parecen
muchos quienes llaman a la puerta y quisiera dar un portazo. Luego pienso que
incluso ahora Dios no nos da más de lo que podemos responder, y no hacerlo es
nuestro pecado. Que la trampa del egoísmo está en decirte que tienes que
responder a todos, y que es imposible, pero eso no es verdad. Sólo quienes
llaman te buscan y nunca son todos. El amor es una red que no somos capaces de
medir y que va más allá de todo. Y Dios salva donde menos esperamos, quizás
donde nadie lo sabrá nunca… hay muchas cruces abandonadas en este mundo, donde
solo los pobres y el silencio de Dios se encuentran. Cuando parecen cerrarse
puertas, de repente alguien abre una ventana, y respiramos.
La
pequeña Josefina… mientras lloro esas lágrimas que ya no puedo disimular,
intento creer en el mañana de Dios, pienso qué puedo hacer para que no haya
otro niño que muera… descubro que solo puedo estar aquí, en medio, sin las
seguridades ni los miedos que ya se han quedado atrás. A María, la Madre de
Dios del Pilar, le pido la fuerza, porque esa robusta columna me tranquiliza, y
para los corazones de todos los que tienen el poder de hacer algo, el saber
mirar compasivos”.
Mahate Pemba. Noviembre 2020
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