La
hora de las libélulas
He
descubierto la hora de las libélulas. Temprano, cuando ya ha salido el sol,
pero no antes, como si estuviesen conectadas a él, sometidas a su presencia. De
repente cientos de ellas se balancean en idas y venidas. Dicen que son insectos
muy viejos, ya poblaban la tierra antes de los dinosaurios. A mí me gustaría
viajar en su memoria, en el vértigo de millones de años que ha ido dando forma
y figura a todas las cosas. Me resulta impresionante contemplar en tanta
sencillez, la historia de millones de años. A veces descubro aquí raíces muy
antiguas, como si algo de los primeros hombres continuase latiendo en este
pueblo. Entonces mi reverencia hacia ellos es todavía mayor.


Por
las tardes la alegría se viste de luz. Esa luz que tanto atrae a los que no
somos de aquí. El árbol del mango, las palmeras, el arbusto lleno de flores que
huelen a limón, parecen chispear con el viento, destellos de luz que acarician
mis ojos hasta saturarlos. Como si la misma alegría se apoderase también de
ellos y los mantuviese en una canción hasta que anochece. Si cierro mis ojos el
viento se transforma de improviso en una orquesta, de millares de instrumentos,
en cada hoja y cada rama, en cada brote recién nacido de las copas altas, una
sinfonía a la que hoy he decidido poner nombre, Esperanza.

Me
gustaría decirlo mejor: te llamas Jesús, palpitas en todo lo que veo y tengo,
en mi mismo cuerpo que, poco a poco, baja las barreras, se quita protecciones y
vuelve a sentir la pureza de todo lo creado. Es mi mirada la que no te ve a
veces, pero tú no te has ido. En la misma impotencia de los niños celebras el
don de la vida que nos has dejado, eternamente agradecido. Me dice una amiga
que me empape de mar, que en él está la fuerza, pero ahora creo que el mar se
empapa de mí, como lo hace con cada uno, para así poder ser eterno
agradecimiento, eterna eucaristía. Me pregunto si no será el mundo nada más que
esto, desde que es mundo, un eterno agradecimiento.
Cuando
el día acaba hay algo que no se cansa, algo que no duerme, esta alegría de las
libélulas, como si ellas la hubiesen sembrado por todos los lados y los niños especialmente
hubiesen recogido esas semillas y ahora se dedicasen durante todo el día, y
cada día, a jugar con ellas. La sinfonía de los árboles es un canto a la
alegría, el verdadero canto, un canto que sólo los pobres entonan.
Ya
suenan las llamadas a la oración desde los minaretes. Las libélulas guían en
todos los caminos. Sólo espero que un día se encuentren en el único camino. No,
no lo espero, lo sé. Porque ellas tienen la memoria de los siglos y en ellas
está escrito ese destino de fraternidad para todos los hombres, canten hoy la
canción que canten. Un día, la canción de todos será la canción de los árboles,
mientras la luz y el viento danzan entre sus ramas y sus hojas, después de la
lluvia…
Poco
a poco voy cantando con Saladi, Dinis, Aristides, Valerio, Pilar, Madalena…
unas veces en un camino, otras en otro. Quizás así podamos entender un día que
sólo hay uno y el mismo canto.
Posos
de café en Pemba, 3 de Noviembre de 2012