jueves, 29 de noviembre de 2012

La hora de las libélulas



La hora de las libélulas



He descubierto la hora de las libélulas. Temprano, cuando ya ha salido el sol, pero no antes, como si estuviesen conectadas a él, sometidas a su presencia. De repente cientos de ellas se balancean en idas y venidas. Dicen que son insectos muy viejos, ya poblaban la tierra antes de los dinosaurios. A mí me gustaría viajar en su memoria, en el vértigo de millones de años que ha ido dando forma y figura a todas las cosas. Me resulta impresionante contemplar en tanta sencillez, la historia de millones de años. A veces descubro aquí raíces muy antiguas, como si algo de los primeros hombres continuase latiendo en este pueblo. Entonces mi reverencia hacia ellos es todavía mayor.

Hoy me resuena especialmente la alegría. Es un poso que va quedando, como el viento, como el mar, como la Palabra y el Pan. Es tan fácil encontrártela, juguetona, en casi todas las esquinas, que se hace difícil vivir sin ella. Me pregunto si es la pobreza otra vez, que no sólo une más a las personas sino que también las hace más alegres. Creo que debe ser eso: la pobreza, pero también la vulnerabilidad de ser niños, porque ellos son los más alegres. Con ellos, la alegría es como una libélula juguetona. Va y viene, salta y da volteretas. Una lata vacía que se les ha escapado de las manos, una botella que gira sola, una piedra de estas del mar con tantos dibujos… hasta tu misma presencia inesperada es para ellos motivo de una fiesta. Esto de celebrar así la vida debe ser lo más eucarístico que he visto en mi vida. Casi siempre hay uno de ellos que lleva la batuta, como si fuese el sacerdote que preside la asamblea. Casi puedo ver ángeles revoloteando felices entre ellos, en esos momentos, esos ángeles que nos faltan tanto a los adultos.

Al fin puedo comprender, eso de ahí que se crea, ese agradecimiento no dicho, esa alegría en la que puedes sumergirte, porque no tienes ni exiges ya nada, porque todo tu ser se ha vuelto en recipiente de la vida, eso es eucaristía. En lo escondido late la energía capaz de transformarlo todo, pero sólo cuando te acercas pobremente al altar de la vida. Es curioso que me lo enseñen esos niños que juguetean en la basura y se ríen con cada descubrimiento, ajenos a todo lo que hemos levantado sobre ellos. Creo que quiero ir siempre a esa misa.

Por las tardes la alegría se viste de luz. Esa luz que tanto atrae a los que no somos de aquí. El árbol del mango, las palmeras, el arbusto lleno de flores que huelen a limón, parecen chispear con el viento, destellos de luz que acarician mis ojos hasta saturarlos. Como si la misma alegría se apoderase también de ellos y los mantuviese en una canción hasta que anochece. Si cierro mis ojos el viento se transforma de improviso en una orquesta, de millares de instrumentos, en cada hoja y cada rama, en cada brote recién nacido de las copas altas, una sinfonía a la que hoy he decidido poner nombre, Esperanza.

No sé explicarlo pero, rodeado de ellos, de cada árbol, susurrando al viento, me siento protegido, como si los brazos de una madre me rodeasen y sus labios me hablasen al oído, soplando paz en mi vida… Al parecer, desde esta mañana me han conducido las libélulas… me han hecho caminar por el sendero del evangelio, y así voy, tocando la vida mientras mi corazón danza.

Me gustaría decirlo mejor: te llamas Jesús, palpitas en todo lo que veo y tengo, en mi mismo cuerpo que, poco a poco, baja las barreras, se quita protecciones y vuelve a sentir la pureza de todo lo creado. Es mi mirada la que no te ve a veces, pero tú no te has ido. En la misma impotencia de los niños celebras el don de la vida que nos has dejado, eternamente agradecido. Me dice una amiga que me empape de mar, que en él está la fuerza, pero ahora creo que el mar se empapa de mí, como lo hace con cada uno, para así poder ser eterno agradecimiento, eterna eucaristía. Me pregunto si no será el mundo nada más que esto, desde que es mundo, un eterno agradecimiento.

Cuando el día acaba hay algo que no se cansa, algo que no duerme, esta alegría de las libélulas, como si ellas la hubiesen sembrado por todos los lados y los niños especialmente hubiesen recogido esas semillas y ahora se dedicasen durante todo el día, y cada día, a jugar con ellas. La sinfonía de los árboles es un canto a la alegría, el verdadero canto, un canto que sólo los pobres entonan.




Ya suenan las llamadas a la oración desde los minaretes. Las libélulas guían en todos los caminos. Sólo espero que un día se encuentren en el único camino. No, no lo espero, lo sé. Porque ellas tienen la memoria de los siglos y en ellas está escrito ese destino de fraternidad para todos los hombres, canten hoy la canción que canten. Un día, la canción de todos será la canción de los árboles, mientras la luz y el viento danzan entre sus ramas y sus hojas, después de la lluvia…

Poco a poco voy cantando con Saladi, Dinis, Aristides, Valerio, Pilar, Madalena… unas veces en un camino, otras en otro. Quizás así podamos entender un día que sólo hay uno y el mismo canto.

Posos de café en Pemba, 3 de Noviembre de 2012

1 comentario:

  1. Ese es tu cuarto? con tele y todo?
    La letra cuesta de cargar si hay poca velocidad de internet. Por lo demás muy bonito blog.

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