jueves, 29 de noviembre de 2012

Mientras llora la lluvia sobre el mar…


Mientras llora la lluvia sobre el mar…


Ha hecho un día raro, dicen. Se han presentado las lluvias, es su tiempo, pero parece que siempre vienen sin avisar. Un día gris, de pescadores. Por lo menos me venían a la memoria esos paisajes grises de los pueblos pescadores del norte de España, casi siempre con lluvia. En las playas de arena blanca se mecían las barcas, su sitio es el mar, parecían susurrarse unas a otras…

Félix es un mozambiqueño de una inmensa grandeza interior. Con la paz de los años que han trabajado todas las aristas, de esas piezas que encajan en cualquier lugar, que saben estar. Cuando a medio día no cesaba la lluvia se ha ofrecido a llevarme a la escuela, pero en el fondo tenía ganas de darse un paseo conmigo, por la orilla del mar. La lluvia lloraba en el mar… Aunque no lo quieras esta ciudad, Pemba, te sumerge, te adentra, te silencia. Parece estar escuchando, profundamente, unas veces, callando, contemplativa, otras. Sus gentes tienen una mirada honda, y hablan poco, muy poco. Son de ese tipo de personas que se llevan las cosas que han visto y oído con ellas, y las hacen madurar en una humilde paciencia. Mientras paseábamos por el mar creía entenderlos un poco más, siempre ahí, esperando, acogiendo, callando. Pero con una presencia que es imposible evitar. Sentía su barrera y también esa llamada serena a respirar con él, a su ritmo. Es la paradoja de mi presencia, mientras voy encajando, descubriendo un modo de ser y de ver la vida tan distinto del mío.

No puedo quejarme, por un lado y otro voy viendo cómo brotan semillas, inesperadamente. Es tan poco el tiempo que llevo... y ya no soy la misma persona que tenía aquel apetito voraz. Sin embargo brotan semillas. Es curioso pero aquí no es tan fértil la tierra, por eso cuando algo crece es como una de esas perlas preciosas por las que vale la pena venderlo todo. “Usted tiene palabras dulces”, me ha dicho un alumno. He supuesto que saboreaba el respeto, como yo lo hago. “Le damos una carona (lo llevamos a casa) y así conversamos”. Lo que importaba era la conversación, la necesidad de palabras vivas, la de sentirse escuchado, más que llevarme a casa.

Siempre los primeros días en cualquier lugar son días ciegos, los ojos absorben todo pero no se dan cuenta de nada. Hoy mis ojos ya descansaban de tanto mirar y entonces han empezado a ver: como si hubiesen necesitado todos estos días para abrirse del todo. De repente he visto la violencia, alguien que golpeaba en plena calle a una mujer. En una ciudad tan tranquila resultaba estridente. En los contenedores un puñado de niños daba vueltas a las latas, un niño y una niña un poco mayor cargaban, casi sin poder, una bolsa de tesoros de la basura: zapatos, botellas, algún trozo de madera… y al volver la esquina, la mirada perdida y embriagada de un anciano, yendo sin saber adónde ir. En clase ha faltado un alumno, cercano, cariñoso, su mujer dio a luz esta semana pero el bebé no ha logrado sobrevivir. Ayer me pidió salir a buscar medicina y llevársela al hospital a su pequeño. Me quedé con ganas de decirle que contase conmigo… no lo hice, y hoy ya era tarde. Es pronto todavía, lo sé, pero necesito que sepan que estoy ahí.


Esta semana será la última de Don Ernesto aquí en Pemba. Se despide el domingo de todos los cristianos a los que ha acompañado con alegría durante ocho años. Ha sido una voz evangélica, de las que recogen el grano maduro de la cosecha. Fue al campo llorando pero vuelve cantando. Se lleva la paz de haber hecho bien las cosas, de haber pasado haciendo el bien. Me habían dicho que quizás no lo conocería después de tantos años, que el tiempo y los cargos suelen cambiar a las personas. Pero he encontrado a la misma persona, el mismo corazón grande, la misma generosidad y cercanía que hace veinte años nos invitó a cenar a mis padres y a mí en un restaurante del Trastévere romano. El día aquel se encontró con mi padre sin conocerlo mientras visitábamos San Pedro y se presentó sin más. Sin miedo de ser evangelio. Aquí ha seguido siendo esa persona, levantando a los que estaban caídos, apoyando la justicia y siempre sediento de sabiduría. Humilde y humano, muy humano. De esos a los que sus principios evangélicos no les permiten alardear ni situarse por encima, de esos a los que las dinámicas del poder suelen ventilarse. Como así ha sido.

Siempre digo que el miedo y la muerte, con el poder, impiden especialmente la experiencia del evangelio y, por tanto, de la misma vida. En África todavía es más patente comprobarlo: cómo amar el servicio cuando se busca sólo el poder, cómo vivir la esperanza de la resurrección cuando se vive anclado en la muerte. Pero en Ernesto no hay miedo ni hay muerte. Le oía estos días hablar de la resurrección, con algo que a tantos falta, con entusiasmo. Uno se diría, no sé si Cristo realmente resucitó, pero este hombre está convencido de ello. Sólo con hombres así puede levantarse África de la muerte.

Cuando estos días en clase hemos hablado de los comienzos de la filosofía, del cambio libertador que supuso empezar a pensar la realidad desde ella misma, hemos anunciado la resurrección. Estoy convencido, aunque no hayamos hablado de ella.

Posos de café en Pemba, 2 de Noviembre de 2012

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