viernes, 1 de marzo de 2013

Mahate...




Mahate… 




Han pasado ya unos días. Desde el sábado estoy viviendo aquí, en el Barrio de Mahate, al suroeste de Pemba, antes de entrar en la ciudad, con la incipiente bahía en el horizonte dibujando esos paisajes inmensos de África. Mahate es una gran población que recibe a los viajeros del interior, tiene el encanto de esos barrios que te dicen que ya has llegado a tu destino después de un largo viaje, aunque te falten todavía unos kilómetros. Sus construcciones siguen siendo en su mayoría tradicionales: un doble enrejado de bambú que se rellena de piedras pequeñas y después se protege con barro resulta una pared consistente, y parecido se usa en el tejado, que se cubre de paja y aunque hace la estancia más fresca no protege de las intensas lluvias, por eso el que puede coloca unas chapas de aluminio. Por supuesto, sus callejones son todos de barro, laberintos que sólo se pueden atravesar a pié sorteando las divisiones que protegen los patios de cada casa. Poco a poco voy conociendo a mis nuevos vecinos y ellos se van acostumbrando a mi presencia.





Hace tiempo esta llegada mía hubiese sido casi un bautismo, pero esta vez ha sucedido como si ya hiciese días que estaba en el barrio. Llevaba dos semanas pasando todo el día en Mahate y sólo iba a la ciudad a por encargos, compras o ya tarde para dormir. Tal vez esto y todo lo que he compartido con “mi pequeña empresa” de constructores, carpinteros, electricistas, pintores y fontaneros me haya allanado el camino…

Entre nosotros no sólo hemos llegado a un respeto, con todo lo que se quiera matizar esta palabra en este contexto, sino también a un amor. Y, para mí, es como el tesoro escondido por el que vale la pena venderlo todo… Esta experiencia me evocaba especialmente a tantos que me acompañan desde lejos y que tantas veces me transmiten su deseo de estar aquí conmigo, porque el lugar de la pobreza está en el corazón de cada uno. Sí, se puede estar en Mahate, aunque no estés en Mahate… Es este encanto del barrio, sabes que ya estás en Pemba, aunque no hayas llegado a Pemba. 


 





Me gusta pensar que es así la eucaristía, algo que ya se tiene aunque no se tenga todavía…

 







Pero entrar en el mundo de los pobres tiene su cosa. Ni eres de aquí, ni vives con sus condiciones. Sucede cuando quieres pasar ciertos umbrales, caminar sobre terreno que sólo a ellos pertenece, terreno que para ti siempre será resbaladizo. Porque para ser pobre hay que aceptar unas leyes, hay que relativizar muchas cosas, hay que sufrir lo que en este tiempo del Espíritu que hoy iniciamos se llama conversión. Cuando miro a las personas, me dirijo a ellas, me acerco y comparto, fácilmente me lo hacen saber, de muchas maneras: hay “normas”, es una manera de decirlo, pero si entras ya no habrá vuelta atrás.

Cuando hago problema porque nos falta un tenedor, ya han empezado a comer con las manos, todos, del mismo plato; cuando se nos ha acabado el agua y no podemos bañarnos, seguramente habrá mañana, y no se cae el mundo por no bañarse un día, a pesar del calor, del barro; cuando no he podido llegar a tiempo con el pan del desayuno y se junta con el arroz de la tarde, no deja de ser una oportunidad para mezclar lo que no suele hacerse o sencillamente para agradecer lo que normalmente no se tiene… De tantas maneras me lo hacen saber. La pobreza te libera de todo eso que de tan superfluo se ha vuelto falsamente importante. Unos años atrás me hubiese sentido con esa impotencia propia del puritanismo, lamentándome demasiado por la distancia que me separa de ella. Hoy acepto el desafío del corazón, este impulso del alma que se deja liberar de las superficialidades y que va perdiendo el miedo a la libertad de la pobreza.

 

Pero vivir en África no es fácil, la enfermedad que constantemente amenaza, el hambre que sólo permite el presente, y ante la cual ninguna ley prescribe, marcan el día a día. Ha muerto el padre de Ussene, el que nos hace de guarda, su mujer lleva una semana sin poder levantarse de la estera, enferma de malaria, a uno de sus pequeños lo llevamos a las tiendas de aislamiento del hospital de campaña… cólera. Esta mañana me ha pedido un adelanto, una ayuda, cualquier cosa, para enterrar a su padre.

Ayer, ya tarde, Said llamó para que socorriese a Yamal, su sobrino. Fuimos al hospital, con sus padres, los dos sin saber una sola palabra en portugués. Yamal tendrá unos tres años, cianosis y anemia severa, malaria… ha escrito el médico después de idas y venidas conmigo al frente para que fuese atendido. Su madre, me daba los papeles rasgados y sucios de las vacunas y me miraba como si ese papel ajado la disculpase de todo, como si se preguntase ¿qué he hecho mal para que mi hijo se muera?...

En la sala de internamiento y en el primer cuarto, cuatro camas de colchón enlonado. En cada una, dos madres, dos niños, hombres de pié al lado, calor sofocante, el olor penetrante de las disenterías, el desecho sanitario en los cubos de basura, el yodo y las personas. A Yamal y a su madre les han cedido una esquina en una cama, pero él ya se había abandonado al sueño del dolor… Media hora más tarde ha llegado el enfermero, ha empezado el proceso del internamiento, sin mirar siquiera al pequeño. Esta noche, Yamal se había caído de la cama, una contusión en la cabeza porque quizás no tenía bastante…

 

Demasiado dolor, demasiada cuaresma. Quisiera soñar en el día de esta noche que ha de ser derrotada por la Luz inextinguible de la Vida, pero no puedo. Los lazos de todos los que caminan en estas tinieblas me atan a ellos y no quiero soltarme. Ya he vivido algunas pascuas en África y cada una ha sido siempre la misma experiencia: el preso que grita en medio de la noche, encadenado de pies y manos, desafiando a todos los carceleros del mundo, que Él ha resucitado y eso es lo único que importa.

 

Posos de café en Pemba 27, 13 de febrero de 2013.




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