Vulnerable

“Mira, tú no puedes contarlas, pero tu descendencia será como ellas, como tantas, infinitas… Una sola basta para que tu alma se colme de la luz, y sin embargo, todas ellas serán tuyas”. Ante un cielo así, las palabras de Dios se imponen sin esfuerzo, lo que no sería normal es sentir o vivir sin ellas. La cuestión es que soy porque no puedo “contar las estrellas”, o si llegase a contarlas, entonces es porque se me habría perdido alguna, como la mujer de las monedas o el pastor de las ovejas o el padre de los hijos... África es este sentimiento con dos caras: no puedes contarlas porque son demasiadas o se te ha perdido alguna. Mires por donde mires siempre falta algo o es demasiado, desde lo más sencillo a lo más sublime. Si lo primero te hace sentir indigente, lo segundo te sobrecoge. A mi alrededor son demasiadas las cosas que no puedo contar y demasiadas las que he perdido. Sólo la pobreza me permite vivir esto.
La sabana me ha dibujado estos sentimientos en el alma, como columnas de fuego que, sin embargo, guían mis pasos. Porque no hay un horizonte cuando todo es horizonte, igual que no hay alguien a quien amar cuando todo es amor. Todo se dibuja como una posibilidad infinita pero nada puede dármela. Vivir en esta especie de grieta, cubrirme del sol cuando es demasiado, protegerme del frío en las noches heladas, hay en esto una vulnerabilidad que he aprendido a ser.
Quiero dedicar estas líneas a un amigo. Hace tiempo que camina buscando sin encontrar y se pregunta si tiene sentido seguir haciéndolo. De niños creíamos que un día seríamos fuertes, yo también era un niño entonces. Casi veinte años después sigue doliendo esa herida con la que vinimos a este mundo y que, con el tiempo, quisimos vendar, cubriéndola con tantas preocupaciones para que no se hiciera sentir. Me gustaría que la sabana fuese por un tiempo su casa, que esas columnas de fuego se encendieran en su alma, como en la mía, y que pudiese descubrir la eternidad de cada instante, ya sin horizonte, ya sin amor. Ya no busca quien ha encontrado el camino de todas las búsquedas, ya no ama quien se ha hecho uno con el Amor. No puedo contar las estrellas, ni las hojas del árbol, ni las flores del campo… he perdido una moneda, me falta una oveja de las cien, un hijo se ha ido de casa. Luchas con el ángel, “los gigantes de tus sueños y los enanos de tus miedos”, y al final cojeas para siempre, vulnerable, humilde, pobre. Y te das cuenta que la gracia estaba ahí desde el principio, en aquello que has combatido y ahora abrazas con ternura.
Pienso en todo esto como en una casa vulnerable… donde solo es posible crear algo, cuando hay vacio o demasía, y las palabras se imponen sin esfuerzo…
Aquí, en Meza, donde me encuentro estos días, en el corazón de la sabana, todo es silencio. Lo más que el sonido se alza es ese anaranjado pálido de las fogatas al pié de las cabañas, mientras con un ritmo estudiado, con la pausa de quien hace una obra de arte, las mujeres cocinan la sencilla comida del día. Y los hombres y los niños esperan… Oigo música, una de esas piezas que brotan del mucho silencio. Durante el día algunos acordes aquí y allá, de los niños que se acercan, divertidos, para rescatar el tesoro de alguna fruta... Una música dulce, y silencio. La sabana se extiende a lo lejos, pequeñas montañas asoman, se dibuja algún valle… Alrededor de la iglesia, en sus días esplendida, varios edificios sin tejado, apenas dos sirven para tres misioneros. No muy lejos, como a cien metros, las casas de barro y caña se levantan. Si no te fijas en ellas podrían muy bien ser parte del paisaje. Este pueblo es muy silencioso. De vez en cuando alguien pasa escuchando la radio con el teléfono móvil, para eso sirve, y es lo único que te recuerda el mundo al que perteneces. En Minheuene, a eso de cinco kilómetros, cargan los móviles, también aquí las hermanas, pues aunque les han robado los paneles solares les dejaron uno. Algo de luz al anochecer y poco más.
En la misión la dejadez es impresionante. Residuos de historia sin sentido, como si algo se resistiese a renacer a pesar de la llamada. “La ciudad inaccesible se desmoronará al paso de los pobres”, dice Isaías, no se me escapa esta promesa, ellos ya han empezado su camino, una y otra vez nuestras fortalezas se caerán como se cae la casa construida sobre arena.
De nuevo me ha sido fácil percibir esa problemática tan arraigada en el corazón de África, las divisiones y odios solapados entre etnias, hasta en la misma vida religiosa. Una liberación que no ha llegado a lo más profundo de estos corazones y de estas vidas. No se dice nada, pero se respira la tensión y el resentimiento, como una yesca que necesita muy poco para encenderse. Aquí he empezado el desafío de San Ignacio con uno del norte y una del sur. Hablamos de lo importante que es sentirse África, ramas de un único e inmenso árbol, porque las identidades locales nos enfrentan y destruyen, mientras otros se reparten la tierra. Pero en este misterio del camino llegamos a reconocernos, a mirarnos, a ser. Y esto tiene ese aire del milagro. Todo es muy sencillo, todo lo que hemos complicado tanto, sencillo como hacer la comida, dar de comer a las gallinas, trabajar la tierra, esperar la lluvia, dejarse llevar por el día que poco a poco envejece para nacer de nuevo mañana.
Es el ritmo de batuques que golpea la tierra y se extiende, como las hormigas, invadiendo todo, destruyendo a su paso todas las fortalezas, allanando los caminos, abriendo valles entre las montañas… porque es el paso de los pobres. Y el Reino de Dios es suyo.
Me llena de gozo este adviento en la sabana, me sumerge en el ritmo de los pies descalzos que avanzan imparables… se desmoronan mis fortalezas pero, lo digo de verdad, jamás me había sentido tan libre.
7 de diciembre de 2012, Posos de café en Pemba 13.