viernes, 21 de diciembre de 2012

Ingonáni !





Ingonáni !


Para quienes no estéis habituados a los iconos, estas líneas os resultarán difíciles de entender. Pero los posos de mis cafés son todos ellos como los iconos rusos, una especie de ventanas que te introducen en aquello que representan. Por lo menos así lo hacen conmigo. Casi siempre llevo alguno, para no olvidarme que siempre puedo mirar con otros ojos.



Estoy haciendo mi altar, y he decidido empezar a pintar mis iconos. Mi capilla se llama ingonáni!, que quiere decir: ¡mira!, ¡contempla! Siempre me han apasionado los iconos, todo en ellos habla de transcendencia. Sus ocres y dorados, su santidad, me han acompañado siempre. Sus encarnados me han ayudado siempre a mirar a los lados, a descubrir en cada persona el rostro de mi prójimo. Sus azules, blancos y grises me hacen entrar fácilmente en ese misterio de Dios que llevo pegado a mi vida. Va a ser la primera vez que me pinto los iconos. Y lo haré con los colores que todo esto que ahora vivo me está regalando.
 

El primero de todos se llama Leandro. Necesito una tabla curtida por el sol, pero tiene que ser de un árbol joven, no más de 7 años. Curtida, porque Leandro ha envejecido antes de tiempo.
 Su pequeño rostro parece el de un adulto que ya sabe demasiado, a mi me recuerda esas imágenes de Jesús como si fuese un adulto en un cuerpo de niño.  

 
Leandro es un icono de la intercesión, lo conocí porque andaba pidiendo comida a todos los que veía, y claro, también me vio a mí. El se acerca con desfachatez, un poco lejos tiene a dos inseparables amigos, los tres tienen la misma sed. Quizás como los tres que Abraham acogió en su tienda, caminantes misteriosos por el desierto. Los tres le pidieron comida, alojamiento, un lugar donde refrescarse y vivir. Los tres intercedieron, suplicaron, y Abraham les abrió su puerta. A los otros dos les he conocido un poco más hoy, pero permanecen algo mas huraños. En mi icono voy a pintar a Leandro. Quizás más adelante pueda hacer uno más grande y pintar a los tres.


No le falta el dorado ni el ocre, lo veo todo rodeado de la luz de más allá. La madera curtida respeta su cuerpo de niño pero le llena de un conocimiento que quizás no debería tener. Pienso que no es un icono inocente. Debe ser la dureza, el rigor, un abuelo que lo manda a ganarse la vida, haciendo lo que sea para ello, porque ya no tiene padres. Por eso voy a vestirlo de rojo, y oscureceré los pliegues de sus harapos, para recordarme que hay vidas que solo la misericordia puede salvar.    Me gustaría pintar un río, y ponerle los pies en él, para que la inocencia siga tocando su pequeño cuerpo toda la vida y que el polvo que lleva pegado, incrustado de tanto tiempo andando en el desierto, se vaya despegando de su alma. También le voy a pintar unos ojos grandes y negros, llenos, y una sonrisa, ésta desde luego, porque a él no le faltan, aunque sean para intentar salirse siempre con la suya.


 Habrá mucha luz, y un árbol verde, o una rama de uno, que le cubra y proteja; quizás, sí, una higuera.





También voy a pintar a Cristina. Ella me ha dado el nombre de ingonáni. Callada y gimiendo, postrada en su enfermedad y embarazada de tres meses, solo decía eso: contempla. Necesito una tabla de árbol joven, fuerte y robusta, pero lisa, que sea de madera blanca y porosa, humilde. Bastante ancha, he descubierto que tengo que pintar a otro junto a Cristina.


Ha sido la primera vez que he entrado en el barrio de pescadores, así se llama, Ingonani, como si ese nombre intentase despertar a todos los que atraviesan esas calles que lo circundan y que son como una verdadera frontera. Abene, su marido y un musulmán devoto, me ha llevado a verla. Me enseñaba su barrio como quien te enseña un tesoro: la escuela, sobre todo la escuela, donde él creció. Voy a pintar un amarillo dorado rodeándolo todo, del color de las cañas que sostienen el sencillo tejado de la casa en la que viven. En el suelo, sobre la estera, un paño y sobre este, Cristina, una hija del Profeta, una hija de Dios encinta. He podido acercarme a bendecirla en silencio. Me recordaba la estampa de tantos nacimientos, ahora que se acerca Navidad. Por eso, aunque la conocí de día, voy a pintar la noche, con las estrellas, y una con más brillo que las otras. Hecha un ovillo, respirando profusamente, temblándole los labios y la mirada humedecida, con esa pregunta tan frecuente aquí entre nosotros: ¿porqué tanto dolor?, ¿porqué tanto tiempo?...





Cristina vestía muchos colores, como negándose a reconocer que pueda vencer lo que está sucediendo. Yo también voy a pintar colores vivos por todo el suelo de su icono, dentro de esa cabaña de Belén, donde una hija de Alá, espera dar a luz a la esperanza. Voy a pintar sus tres meses de embarazo, un cuerpo menudo pero una gran esperanza en su interior, porque me resisto a creer que este dolor tenga la última palabra. Voy a rodear de luz su regazo de tres meses, como si fuese un sol el que va a nacer. Y también pintaré a Abene, como a un José que contempla afligido pero esperanzado. Y lo pintaré sonriendo, porque tampoco le faltan sonrisas. Los vestiré de rojo, de vida, pero sin pliegues oscuros, porque no hay sombras en ellos.









Ya casi los tengo. Mis dos primeros iconos. Pasaré la Navidad, contemplándolos, diciéndome a mí mismo: ingonáni! Rezaré ante ellos, intentaré sentir cómo rezan ellos y me piden que entre en su misterio, como hacen siempre los iconos.



Posos de café en Pemba 9, 22 de Noviembre de 2012.

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