domingo, 30 de diciembre de 2012

Vulnerable





Vulnerable




Hace tres días que estoy en la sabana. Anoche el manto de las estrellas parecía cubrir toda la tierra, seguramente que alguna vez ya había visto tantas, pero ayer pensé que nunca lo había hecho y disfruté pensándolo. Bajo ese universo increíble supe que sólo podía rendirme, al sentirme bendecido hasta lo más profundo de mi ser. Hoy sólo quiero que vuelva la noche y adentrarme de nuevo en su espesura llena de fuegos, entre las sombras de este árbol de Navidad eterno. Si bajo sus ramas me arrebata el éxtasis de tanta belleza, ¡qué será desde fuera de ellas!



“Mira, tú no puedes contarlas, pero tu descendencia será como ellas, como tantas, infinitas… Una sola basta para que tu alma se colme de la luz, y sin embargo, todas ellas serán tuyas”. Ante un cielo así, las palabras de Dios se imponen sin esfuerzo, lo que no sería normal es sentir o vivir sin ellas. La cuestión es que soy porque no puedo “contar las estrellas”, o si llegase a contarlas, entonces es porque se me habría perdido alguna, como la mujer de las monedas o el pastor de las ovejas o el padre de los hijos... África es este sentimiento con dos caras: no puedes contarlas porque son demasiadas o se te ha perdido alguna. Mires por donde mires siempre falta algo o es demasiado, desde lo más sencillo a lo más sublime. Si lo primero te hace sentir indigente, lo segundo te sobrecoge. A mi alrededor son demasiadas las cosas que no puedo contar y demasiadas las que he perdido. Sólo la pobreza me permite vivir esto.
 




La sabana me ha dibujado estos sentimientos en el alma, como columnas de fuego que, sin embargo, guían mis pasos. Porque no hay un horizonte cuando todo es horizonte, igual que no hay alguien a quien amar cuando todo es amor. Todo se dibuja como una posibilidad infinita pero nada puede dármela. Vivir en esta especie de grieta, cubrirme del sol cuando es demasiado, protegerme del frío en las noches heladas, hay en esto una vulnerabilidad que he aprendido a ser.




Quiero dedicar estas líneas a un amigo. Hace tiempo que camina buscando sin encontrar y se pregunta si tiene sentido seguir haciéndolo. De niños creíamos que un día seríamos fuertes, yo también era un niño entonces. Casi veinte años después sigue doliendo esa herida con la que vinimos a este mundo y que, con el tiempo, quisimos vendar, cubriéndola con tantas preocupaciones para que no se hiciera sentir. Me gustaría que la sabana fuese por un tiempo su casa, que esas columnas de fuego se encendieran en su alma, como en la mía, y que pudiese descubrir la eternidad de cada instante, ya sin horizonte, ya sin amor. Ya no busca quien ha encontrado el camino de todas las búsquedas, ya no ama quien se ha hecho uno con el Amor. No puedo contar las estrellas, ni las hojas del árbol, ni las flores del campo… he perdido una moneda, me falta una oveja de las cien, un hijo se ha ido de casa. Luchas con el ángel, “los gigantes de tus sueños y los enanos de tus miedos”, y al final cojeas para siempre, vulnerable, humilde, pobre. Y te das cuenta que la gracia estaba ahí desde el principio, en aquello que has combatido y ahora abrazas con ternura.



Me sorprende que el desierto de la vida del primer mundo, de ese estilo de ser que mira principalmente hacia uno mismo, sobrecoja el alma más que la estepa africana. Pero así es, el manto que allí cubre la tierra no tiene esta imposición que aquí nos toca tan hondamente y nos sacia. Quizás porque no hay más: tú y el manto estrellado, lo demás es poco, lo demás falta. Allá, entre tú y el manto estrellado hay muchas capas, y lo demás es mucho, lo demás sobra. Pero solo una estrella basta para encender de luz toda tu vida, sólo una moneda o una oveja o un hijo perdidos, lo es todo, pero es que además todas ellas te pertenecen. Cuando paseo de noche bajo su hechizo siento que nadie podrá ser jamás tan rico, inmerecidamente rico, porque mío es incluso lo que he perdido, hasta el infinito. Cuando has decidido abandonar todas las capas, cueste lo que cueste, unirte a lo esencial, aceptando las sombras, entre fuegos que guían tus pasos, cuando ya no hay nada que esconder, nada que decir, nada que demostrar, cuando sólo queda estar así desposeído de todo, entonces sucede: eres bendecido, y todo a lo que has renunciado al hacerte amor te es entregado, cuando tú ya nada deseas, porque ya eres parte de la fuente.






Pienso en todo esto como en una casa vulnerable… donde solo es posible crear algo, cuando hay vacio o demasía, y las palabras se imponen sin esfuerzo…




Aquí, en Meza, donde me encuentro estos días, en el corazón de la sabana, todo es silencio. Lo más que el sonido se alza es ese anaranjado pálido de las fogatas al pié de las cabañas, mientras con un ritmo estudiado, con la pausa de quien hace una obra de arte, las mujeres cocinan la sencilla comida del día. Y los hombres y los niños esperan… Oigo música, una de esas piezas que brotan del mucho silencio. Durante el día algunos acordes aquí y allá, de los niños que se acercan, divertidos, para rescatar el tesoro de alguna fruta... Una música dulce, y silencio. La sabana se extiende a lo lejos, pequeñas montañas asoman, se dibuja algún valle… Alrededor de la iglesia, en sus días esplendida, varios edificios sin tejado, apenas dos sirven para tres misioneros. No muy lejos, como a cien metros, las casas de barro y caña se levantan. Si no te fijas en ellas podrían muy bien ser parte del paisaje. Este pueblo es muy silencioso. De vez en cuando alguien pasa escuchando la radio con el teléfono móvil, para eso sirve, y es lo único que te recuerda el mundo al que perteneces. En Minheuene, a eso de cinco kilómetros, cargan los móviles, también aquí las hermanas, pues aunque les han robado los paneles solares les dejaron uno. Algo de luz al anochecer y poco más.


En la misión la dejadez es impresionante. Residuos de historia sin sentido, como si algo se resistiese a renacer a pesar de la llamada. “La ciudad inaccesible se desmoronará al paso de los pobres”, dice Isaías, no se me escapa esta promesa, ellos ya han empezado su camino, una y otra vez nuestras fortalezas se caerán como se cae la casa construida sobre arena.



 


De nuevo me ha sido fácil percibir esa problemática tan arraigada en el corazón de África, las divisiones y odios solapados entre etnias, hasta en la misma vida religiosa. Una liberación que no ha llegado a lo más profundo de estos corazones y de estas vidas. No se dice nada, pero se respira la tensión y el resentimiento, como una yesca que necesita muy poco para encenderse. Aquí he empezado el desafío de San Ignacio con uno del norte y una del sur. Hablamos de lo importante que es sentirse África, ramas de un único e inmenso árbol, porque las identidades locales nos enfrentan y destruyen, mientras otros se reparten la tierra. Pero en este misterio del camino llegamos a reconocernos, a mirarnos, a ser. Y esto tiene ese aire del milagro. Todo es muy sencillo, todo lo que hemos complicado tanto, sencillo como hacer la comida, dar de comer a las gallinas, trabajar la tierra, esperar la lluvia, dejarse llevar por el día que poco a poco envejece para nacer de nuevo mañana.



 



Es el ritmo de batuques que golpea la tierra y se extiende, como las hormigas, invadiendo todo, destruyendo a su paso todas las fortalezas, allanando los caminos, abriendo valles entre las montañas… porque es el paso de los pobres. Y el Reino de Dios es suyo.


Me llena de gozo este adviento en la sabana, me sumerge en el ritmo de los pies descalzos que avanzan imparables… se desmoronan mis fortalezas pero, lo digo de verdad, jamás me había sentido tan libre.




7 de diciembre de 2012, Posos de café en Pemba 13.


jueves, 27 de diciembre de 2012

Yuma



Yuma


Cuando ya me decía a mi mismo lo mucho que echo de menos la Navidad de mi tierra, el frío y el calor familiar, el ritmo tan especial que nos hace caminar entre celebraciones, intensas y profundas, alrededor de un portal de Belén más imaginario que real, pero aún así lleno de ese espíritu mágico que tanto me gusta, aparece Yuma.



 En una tierra de musulmanes y en el trópico, desde luego no viene mucho al caso un portal de Belén nevado. No sé si Yuma es musulmán, pero seguro que a él eso no le importa mucho. A mí siempre me gustó "ver la Navidad", no tanto por los artificios a los que estamos acostumbrados en estas fechas, sino sobre todo por esa cadencia del tiempo que prepara a vivir algo maravilloso y lleno de esperanza en la noche santa.
Hoy, Yuma traía la Navidad y si no hago el esfuerzo de acercarme a él, hubiera pasado de largo.


 



Yuma es un disminuido que vende postales artesanales que él no puede hacer (aunque una y otra vez me repetía que sí al principio), sus manos y su cuerpo se balancean constantemente, su hablar no es demasiado claro, pero tiene la mayor sonrisa que he visto por aquí hasta el día de hoy. Me ha dicho luego que es su hermano el que hace esas filigranas de postales, mientras él callejea para venderlas, pues de eso viven. Con mi ridícula imagen europea le he dicho que las tiene que poner en una bolsa de plástico para que no se ensucien tanto y así vender más. Pero se me ha echado a reír, con una risa limpia. Como si fuese eso lo que a él le preocupa, vender más. A veces me caigo del guindo yo solito.




Es muy raro ver disminuidos en África, son algo así como una maldición familiar. Por eso Yuma es el mejor regalo de Navidad que podían hacerme, sobre todo porque para que un disminuido como él se sitúe de ese modo, desprendiendo felicidad por todos lados, en medio de esta realidad, es necesario que tras él haya mucho amor. En mi corazón he dado gracias a quienes lo habrán arropado, abrazado, cuidado y amado así como él es… ¡cuánto me gustaría conocer a ese hermano suyo! De camino a la Escuela me ha venido siguiendo y dándome la mano, con ese gesto puro del amor, que es y basta, me ha preguntado que dónde trabajo, que mañana me encuentra de nuevo, que le va a decir a su hermano que haga postales para que las vea con él… Gracia tras gracia… y me ha dejado de un lleno, como si el mismo Dios me hubiese estado dando la mano y riéndose todo el rato, o mejor, porque el mismo Dios me estaba dando la mano y se reía todo el rato.





Todo esto venía al caso por la Navidad, por ese deseo de verla y sentirla, así por fuera, si esto se entiende. Yuma la llevaba en una postal, un nacimiento, tres estrellas en lo alto, una palmera, uno ve a la sagrada familia en camino, por el desierto, pues hasta eso es posible reconocer en ese trabajo confeccionado con trocitos de hojas secas. Seguro que él no entendía mucho lo que llevaba encima, como cuando Dios hace de las suyas con nosotros… a él todas las postales le parecían bonitas. Y si todo es bonito, ¿por qué empeñarnos en ver lo que no lo es?

Una postal un poco sucia, en manos de un disminuido callejeando sin que nada ni nadie se fije en él, menos aún en el misterio que lleva estampado en el bolsillo de la camisa sucia y harapienta. Por un momento he vuelto a ver más allá de todo, ¿dónde sino iba a hacerse Navidad? ¿bajo esas luces que llenan nuestras calles o esos árboles que brillan tanto? Por un momento he visto brillar a Yuma, y todas las calles que estos días lucen de colores y todos los árboles de Navidad no le hacían ninguna competencia, su sonrisa iluminaba como la estrella de aquella noche, o como todas las estrellas, y su cercanía, sin ninguna barrera, me ha dicho: no hay otro misterio de comunión entre Dios y la tierra que éste que ahora estás viendo.






Dios, no sé si estaré alguna vez a la altura de todo esto que me concedes ver…



Me he traído la postal de Yuma. He visto que la Navidad sigue su paso, humildemente, aunque no la reconozca. Sé que la verdadera Navidad sigue creciendo, fue sembrada un día y su fecundidad inagotable es infinita, pero siempre por debajo, por donde no nos gusta ir, por donde nos sentimos demasiado vulnerables. También en mi hay miedos de estos, aunque hoy haya menos…

Ha empezado el adviento. He intentado despacharme con este Jesús que no amenaza: levantaos, alzad la cabeza, la libertad está cerca… De pié y al pié de la Vida, aunque esta esté de camino por el desierto, aunque crea morir, aunque esté crucificada. Vivir de pié, como las que esperan al pié de la cruz, porque saben que la liberación está cerca. Incluso si la oscuridad o las tormentas nos hacen perder de vista la luz, la libertad, el reino. Vivir sacando fuerzas de flaqueza, levantándonos cuando todos caen, dando esperanza en la desesperación de tantos, encendiendo la llama que muchos han apagado.




La promesa de Jesús es para la libertad y no para la muerte, aunque se nos escapen esas palabras, no nos creáis. El Evangelio está preñado de esperanza, no hay nada en él que juzgue, nada que encierre, nada que condene a la muerte.

Yuma lo sabe. Pero ya no le importa. Está más allá de lo que quizás estaré yo algún día. El es uno de esos anawim de los que habla la Biblia, un escogido. Sueño en vivir una día su vida, vender postales hechas por mi hermano, para comer y nada más, y aunque estén sucias. Y que la Navidad se haga sin darme cuenta, porque así es como se hace, cuando se vive sólo por vivir, cuando se ama sólo por amar, con la sonrisa permanente, el cuerpo danzando continuamente, haciendo de cada encuentro una comunión donde Dios sea Dios y la persona ella misma.






Creo que Yuma ya no necesita estar de pié sino saltando de alegría, por un campo lleno de flores… ¿sería así San Francisco?



Lo que me ha quedado claro es que él será mi tercer icono, seguro, lo llamaré “el pobre de Pemba, el loco de Dios”.



1 de Diciembre de 2012 , Posos de café en Pemba 12



miércoles, 26 de diciembre de 2012

De amor...




De amor...






Dice Bobin, en un librito precioso que estoy acabando de leer, que amar es como nevar, un acto puro. Quien nieva es la nieve, quien ama es el amor. Aquí hay muchas cosas que se parecen a eso: el viento, las olas del mar, el sol... de esas cosas que son y basta, así puramente. Y, diréis: eso también lo tenemos aquí. Es cierto, en todas partes sopla el viento, llueve o nieva y sale el sol. La diferencia está en que no lo vivimos de la misma manera. Vivir aquí es, como dice Bobin, un acto puro. Levantarse, respirar, agradecer por un día más (y esto es algo que todos los que voy conociendo comparten), aprender, rezar, visitar a los vecinos o a los amigos, barrer o fregar los platos, ir a buscar agua... todo tiene el sentido de lo presente, del inmediato presente al que hay que sacarle todo su jugo, sin pensar en el mañana demasiado, como si no hubiese otra finalidad en la vida que la de vivir sin más.


 





La vida en África es tan real que no hay tiempo para perderse en ilusiones, de esas que en el fondo no son más que espejos que brillan mucho. Quienes conocemos los dos lados sabemos que los espejos se rompen muy fácilmente, pero la vida, cuando es vivida tan desde su realidad, es fuerte, muy fuerte, y es difícil que se rompa y puede soportar muchas, a veces demasiadas heridas. Y sin embargo, también es verdad que tanta "fidelidad a la tierra" a menudo ata los ideales con ese nudo del fatalismo. Pero no es posible sobrevivir sin algo que nos quede más allá, necesitamos creer y seguir esperando, en este adviento continuo que es la vida.





Hoy quería escribir sobre el amor, que es el que ama sin buscar ya nada, sino solo amar. Cuando me pregunto qué significa esta palabra en este contexto en que ahora vivo no consigo encontrar terreno seguro. Es una de esas palabras que has llenado de un contenido muy cultural, y cuando te acercas a lo diferente se resiente y te exige que la definas de nuevo. Me he dado cuenta que comprender esta palabra es comprender también a Dios y comprenderse a sí mismo y con uno mismo comprender todo lo humano. Es una comprensión que sostiene la identidad de un pueblo con su cultura. Creo que por eso es casi intocable, su negación es la negación de sí mismo, de lo humano y la negación de Dios.


Citando a santa Teresa, dice Bobin, “el tiempo ya no está para juegos de niños… resistíos en eso de si soy amado o no lo soy”... que amar es algo puro, que “aquello en nosotros que anhela ser colmado, en el fondo quiere ser obedecido”... palabras que resuenan en mi interior y confirman en mí la virginidad del amor. No se trata de que yo lo sea, se trata de que Él lo es. Se parece mucho a este vivir de aquí que nada más busca que solo vivir. Quizás el agradecimiento sea lo más parecido al verdadero amor.



 

Si las relaciones entre las personas y los pueblos son difíciles a lo mejor es porque amamos diferente. De aquello que es un acto puro hemos hecho nuestro propio teatro, lo hemos disfrazado de culturas y en muchas de estas no es posible reconocerse como persona. Lo que sé, y lo tengo comprobado, es que el amor reconoce al otro, sencillamente, puramente, sin más. Cuando el Amor ama, lo más genuino de cada uno nace, brota, crece… Puede ser que muy profundamente, bajo capas y capas de sedimentos acumulados mientras se ha ido dibujando la vida en la historia de cada uno y de cada pueblo. Pero poco a poco lo notas, cada persona se despierta cuando es reconocida, afirmada, y puede entonces creer en sí mismo y más allá de sí mismo.


Si quiero comprender a estas personas, al Dios a quien se dirigen, tengo que preguntarme cómo aman, qué es el amor para ellos… no pienso cambiar nada, no lo pretendo, se me va la vida en reconocer a cada uno, en despertar, y así puedo estar ante cualquier persona. Y, luego, retirarme poco a poco, hacerme atrás cuando me doy cuenta que asisto al nacer de alguien que ya no morirá. Porque solo morimos cuando todo lo que somos no es más que el ropaje con el que nos han vestido. Alguien lo dijo: la piel es lo más profundo de nosotros.

 


Es curioso, Bobin dice que santa Teresa es una libélula… me gusta. En mi hora de las libélulas ahora veo más si cabe.




Esta semana han empezado los finales… se acerca aquí el verano, lluvioso y caluroso, más todavía. Este Adviento del trópico no trae frío. Mis iconos casi están terminados. Cristina sigue postrada en la estera de un cobertizo, porque tampoco hay lugar para ella en la posada de este mundo. Algunos han sido escogidos para estar fuera del mundo y hablar al mundo del más allá. Hace días que no veo a Leandro, habrá encontrado algún atajo para su hambre y su sed. Yo sigo en este lado del icono, con los que miran, espero poder entrar algún día al otro lado, cada vez tengo menos miedo, cada vez me importa menos el precio que me cueste… Pero en este camino, al final, nada es por casualidad, sino por confianza y abandono. Mis alumnos me han dado una lección estupenda: ¿qué es eso del tiempo?, si sólo es algo que hablamos para entendernos, entonces es nada; no, no existe eso del tiempo, sólo existe la vida.



Posos de Café en Pemba 11, 29 de Noviembre de 2012.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Fronteras...



Fronteras…



Mis clases ya se han vuelto familiares. Aquella formalidad de los primeros días se ha ido. Pero estamos mejor así, no cabe duda. Resulta que las cosas más esenciales son las más provocadoras: que si somos libres, que si hay destino, que si la muerte, que si somos negros, que si la vida… Hay muchos “que si” de estos que nos hacen hablar, romper esquemas, intentar creer en todo eso que la realidad parece negar constantemente. Me dicen que las clases se prolongan, cuando me he ido… con tantos “que si”. Lo del destino les trae de cabeza. ¿Cómo es posible que desde que vinieron los portugueses nunca nadie nos haya hablado de estas cosas?, ha dicho uno. Mis alumnos son, en su mitad más o menos, adultos y con familia a su cargo. No se me puede olvidar que esta zona conoció la fe allá por los años veinte del siglo pasado. Y no hacía tanto que habían llegado aquí los portugueses. 

 





Demasiadas cosas, demasiado nuevas. Su cultura, como todas estas de por aquí, tiene fijadas muchas supersticiones, y cuando intentamos pensar se tambalean cimientos milenarios… Los más, se les nota, deciden permanecer en lo de siempre, y no complicarse demasiado la vida. Otros, un buen grupo, están decididos a encontrar razones para mucho de lo que viven cada día y han recibido de sus mayores. Estos suelen caer en el peligro de creer que pueden justificar ciertas cosas injustificables. Algunos, sin embargo, es como si se atreviesen a lanzarse desde lo más alto del trampolín sin miedo a lo que puedan encontrar y confiando que todas estas cosas tan nuevas les darán quizás un sentido diferente. Porque no es fácil, son cimientos milenarios, y de los del espíritu, una argamasa poderosa.

Ayer, domingo, pasamos la tarde viendo una película: “Disparando a perros”. Sólo cuando llevas un tiempo aquí puedes entender algo lo que no es posible entender de ninguna manera. Es de esas películas en las que te quedas poco a poco en silencio, porque la tragedia que contiene, la posibilidad de muerte que va apareciendo se agranda en cada plano. Como cuando visitas los barracones de Auzstwitz, un silencio responsable se apodera de ti y te hace meditar largamente en esta posibilidad de muerte que hay en cada una de nosotros. Uno se pregunta cómo es posible. Entre nosotros hay una hermana que escapó de Rwanda, escapó de aquello...



Lo cierto es que todavía estamos viviendo aquí, en Pemba, un acontecimiento que tendría que dispararnos las alarmas. Hasta los periódicos se han hecho eco de ello y sin rodeos: el pastor de la Iglesia de Pemba renuncia a su cargo, por divergencias tribales con el clero. Un hombre del sur, en el norte. Cada vez siento más tristeza cuando en cualquier ámbito de nuestra vida ponemos fronteras. No sé si hay algo tan injusto como las fronteras, pero qué lejos parece el corazón humano de ese reconocimiento en el que no se necesitan fronteras. Cuando las fronteras se confunden con la identidad todo es posible: Auztwitz, Rwanda…


Uno ve claramente cómo la ideología y ese sustrato cultural, tan falto de reconocimiento personal, que acompaña a estos pueblos, han hecho una mezcla que arde con la más pequeña chispa y que después es muy difícil apagar. Entonces es sólo el mal el que acaba apagándose a sí mismo, destruyéndose cuando ya ha acabado con todo.



En mis clases me detengo en esa pregunta decisiva del quién soy. Intento que la identidad que cada uno necesita se busque en esa pregunta y nunca fuera de ella: y no me resulta fácil decirlo porque sé muy bien cual mi misión, pero me da pánico pensar en lo que se encuentra cuando se busca esa identidad fuera de esa pregunta. Si lo que me hace ser quien soy está fuera de mí, eso será lo único que cuente y por esa bandera destruiré y negaré todo lo que sea diferente. Se tarda más o menos tiempo pero la violencia llega. No entiendo porqué habiendo descubierto que el auténtico camino para una humanidad nueva consiste en tirar muros, en deshacer fronteras, seguimos empeñados en volver a levantarlos. Si miro a Dios, si me acerco a todos los que, en todas las tradiciones, más se han acercado a Él, sólo veo corazones abiertos, sin barreras… me imagino que así debe de ser el autentico amor.


Bien es cierto que los africanos no tienen la culpa de verse obligados a convivir con otras etnias, fueron los europeos quienes se repartieron el continente y no miraron a los que dejaban dentro, sino sólo lo que dejaban dentro para su propio beneficio. Esa mirada no ha cambiado y es nuestra mayor responsabilidad hacia África. Pero siempre que enseño lo que me parece que Dios ha querido con nosotros, además de muchas otras cosas que no vienen al caso, me gusta repetir ese decir de los comienzos, cuando todas las cosas fueron hechas, una palabra que hizo todas las cosas buenas y las hizo diferentes. Me gusta contemplar a Dios que sigue creando y separa, distingue, y nos hace únicos y buenos a cada uno, y nos llama por un nombre, ese que responde a la pregunta en la que siempre me detengo en mis clases.

 


Quizás sea tarde para intentar reivindicar viejas identidades, conciencias de clan o purezas de raza. Al menos hoy me lo parece. Pero no es tarde para que continuemos tirando muros, para que hagamos juntos el esfuerzo de convivir, reconociéndonos unos a otros diferentes. Cuando estás tan lejos, cuando tu gente y tu cultura con las que te has identificado ya no te acompañan tan de cerca tienes que hacer el esfuerzo de crear una identidad nueva, apoyándote en aquello que te ofrece la vida y las gentes que te rodean. Uno acaba por volverse un poco ciudadano del mundo, haciéndose capaz de ser y vivir con cualquier persona, en cualquier lugar.











Pero ya lo dije, creo, en alguno de estos posos, nuestro lugar no nos viene dado, es aquel que hemos elegido. Y yo creo que todos los lugares del mundo pueden ser, al menos una vez, nuestra elección.



Posos de café en Pemba 10, 25 de Noviembre 2012.



viernes, 21 de diciembre de 2012

Ingonáni !





Ingonáni !


Para quienes no estéis habituados a los iconos, estas líneas os resultarán difíciles de entender. Pero los posos de mis cafés son todos ellos como los iconos rusos, una especie de ventanas que te introducen en aquello que representan. Por lo menos así lo hacen conmigo. Casi siempre llevo alguno, para no olvidarme que siempre puedo mirar con otros ojos.



Estoy haciendo mi altar, y he decidido empezar a pintar mis iconos. Mi capilla se llama ingonáni!, que quiere decir: ¡mira!, ¡contempla! Siempre me han apasionado los iconos, todo en ellos habla de transcendencia. Sus ocres y dorados, su santidad, me han acompañado siempre. Sus encarnados me han ayudado siempre a mirar a los lados, a descubrir en cada persona el rostro de mi prójimo. Sus azules, blancos y grises me hacen entrar fácilmente en ese misterio de Dios que llevo pegado a mi vida. Va a ser la primera vez que me pinto los iconos. Y lo haré con los colores que todo esto que ahora vivo me está regalando.
 

El primero de todos se llama Leandro. Necesito una tabla curtida por el sol, pero tiene que ser de un árbol joven, no más de 7 años. Curtida, porque Leandro ha envejecido antes de tiempo.
 Su pequeño rostro parece el de un adulto que ya sabe demasiado, a mi me recuerda esas imágenes de Jesús como si fuese un adulto en un cuerpo de niño.  

 
Leandro es un icono de la intercesión, lo conocí porque andaba pidiendo comida a todos los que veía, y claro, también me vio a mí. El se acerca con desfachatez, un poco lejos tiene a dos inseparables amigos, los tres tienen la misma sed. Quizás como los tres que Abraham acogió en su tienda, caminantes misteriosos por el desierto. Los tres le pidieron comida, alojamiento, un lugar donde refrescarse y vivir. Los tres intercedieron, suplicaron, y Abraham les abrió su puerta. A los otros dos les he conocido un poco más hoy, pero permanecen algo mas huraños. En mi icono voy a pintar a Leandro. Quizás más adelante pueda hacer uno más grande y pintar a los tres.


No le falta el dorado ni el ocre, lo veo todo rodeado de la luz de más allá. La madera curtida respeta su cuerpo de niño pero le llena de un conocimiento que quizás no debería tener. Pienso que no es un icono inocente. Debe ser la dureza, el rigor, un abuelo que lo manda a ganarse la vida, haciendo lo que sea para ello, porque ya no tiene padres. Por eso voy a vestirlo de rojo, y oscureceré los pliegues de sus harapos, para recordarme que hay vidas que solo la misericordia puede salvar.    Me gustaría pintar un río, y ponerle los pies en él, para que la inocencia siga tocando su pequeño cuerpo toda la vida y que el polvo que lleva pegado, incrustado de tanto tiempo andando en el desierto, se vaya despegando de su alma. También le voy a pintar unos ojos grandes y negros, llenos, y una sonrisa, ésta desde luego, porque a él no le faltan, aunque sean para intentar salirse siempre con la suya.


 Habrá mucha luz, y un árbol verde, o una rama de uno, que le cubra y proteja; quizás, sí, una higuera.





También voy a pintar a Cristina. Ella me ha dado el nombre de ingonáni. Callada y gimiendo, postrada en su enfermedad y embarazada de tres meses, solo decía eso: contempla. Necesito una tabla de árbol joven, fuerte y robusta, pero lisa, que sea de madera blanca y porosa, humilde. Bastante ancha, he descubierto que tengo que pintar a otro junto a Cristina.


Ha sido la primera vez que he entrado en el barrio de pescadores, así se llama, Ingonani, como si ese nombre intentase despertar a todos los que atraviesan esas calles que lo circundan y que son como una verdadera frontera. Abene, su marido y un musulmán devoto, me ha llevado a verla. Me enseñaba su barrio como quien te enseña un tesoro: la escuela, sobre todo la escuela, donde él creció. Voy a pintar un amarillo dorado rodeándolo todo, del color de las cañas que sostienen el sencillo tejado de la casa en la que viven. En el suelo, sobre la estera, un paño y sobre este, Cristina, una hija del Profeta, una hija de Dios encinta. He podido acercarme a bendecirla en silencio. Me recordaba la estampa de tantos nacimientos, ahora que se acerca Navidad. Por eso, aunque la conocí de día, voy a pintar la noche, con las estrellas, y una con más brillo que las otras. Hecha un ovillo, respirando profusamente, temblándole los labios y la mirada humedecida, con esa pregunta tan frecuente aquí entre nosotros: ¿porqué tanto dolor?, ¿porqué tanto tiempo?...





Cristina vestía muchos colores, como negándose a reconocer que pueda vencer lo que está sucediendo. Yo también voy a pintar colores vivos por todo el suelo de su icono, dentro de esa cabaña de Belén, donde una hija de Alá, espera dar a luz a la esperanza. Voy a pintar sus tres meses de embarazo, un cuerpo menudo pero una gran esperanza en su interior, porque me resisto a creer que este dolor tenga la última palabra. Voy a rodear de luz su regazo de tres meses, como si fuese un sol el que va a nacer. Y también pintaré a Abene, como a un José que contempla afligido pero esperanzado. Y lo pintaré sonriendo, porque tampoco le faltan sonrisas. Los vestiré de rojo, de vida, pero sin pliegues oscuros, porque no hay sombras en ellos.









Ya casi los tengo. Mis dos primeros iconos. Pasaré la Navidad, contemplándolos, diciéndome a mí mismo: ingonáni! Rezaré ante ellos, intentaré sentir cómo rezan ellos y me piden que entre en su misterio, como hacen siempre los iconos.



Posos de café en Pemba 9, 22 de Noviembre de 2012.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Instantes...


Instantes


Ayer hizo un mes que llegué a Pemba. Lo digo en serio, porque estoy tan sorprendido como todos los que estaréis leyendo estas líneas. Un mes es muy poco. ¿Por qué siento que el abrazo del mar que me rodea es tan familiar a mi vida? Y el viento ¿Por qué su caricia se ha vuelto mi lugar en tan poco tiempo? Y la tierra, el calor y los rostros, la danza y el ritmo, el silencio y la llamada a la oración desde los minaretes… la eucaristía y los montones de niños de esta mañana, los arrugados rostros ancianos, los jóvenes y su alegría…. ¿Por qué me parece que todo esto forma parte de mi vida como si así hubiese sido desde siempre? No sé si es correr demasiado, una serenidad interior se me ha apoderado y no deja que nada me revuelva. No, creo que no es correr demasiado. Debe ser el saber que estás en tu sitio, y vivirlo. Haber abierto el espíritu y haber dejado que todo, poco a poco, me confirme. Quizás también algo que me cuesta decir, algo que se me escapa, que no puedo evitar, el mirarlo todo y amarlo mientras miro…




En el instante se juega la eternidad… ¡Cómo es cierto! Joseilda, una misionera, lo decía el otro día: hay quien llega a cien años pero sólo ha vivido un día. Hay quien en poco tiempo sabe que lo ha vivido todo, y que lo que pueda vivir en adelante es sólo regalo, puro regalo. No es nada el tiempo, somos nosotros los que hacemos el tiempo, nosotros lo llenamos, de muerte o vida. Quiero seguir viviendo los instantes, ellos son eternos, aunque mis sombras a veces se revuelvan y me digan que todo pasa. No, yo sé que nada pasa, que cada instante, amado, mirado y sentido con amor, nos ata eternamente. No quiero contar el tiempo y abandonarme al sueño…
Hoy he descubierto que somos la higuera que florece, caminantes que se levantan del polvo, estrellas que brillan eternamente. La Iglesia estaba llena de brotes nuevos, los más próximos a mí, y eran incontables, más atrás hojas, unas enormes, otras pequeñas, pero muchas… me he preguntado cuántos frutos habrá. Pero esos sólo son del Señor de los Campos. Sí, como una grandiosa higuera. ¡Mirad! ¡Mirad la higuera! ¿O es que no tenéis ojos para ver? Me siguen resonando estas palabras del Evangelio. ¿Serán los ojos que miran y aman? Yo no conseguía ver otra cosa que esperanza en las palabras de Jesús, ¿cómo es posible que algunos vean sólo amenazas? Les he dicho que nuestro destino es volar, muy alto, que podemos desafiar todas las fronteras, pero hemos de levantarnos del polvo… cientos de ojos escuchando… y que al volar muy alto entonces brillamos, que nuestra luz se va haciendo más y más intensa hasta que un día, en paz, poblaremos juntos el firmamento y acabarán todas las noches… Y ellos han respondido, han cantado y danzado, vaya si lo han hecho, como deben hacer las estrellas allá en lo alto.
Por un momento, me ha parecido que todo el universo estaba ahí, entre esas viejas paredes de la Iglesia, conteniendo infinitas estrellas…


El dolor y la muerte, no son más que niebla. Se nos ha dado la esperanza, una palabra que guía nuestros pasos, una promesa en el pan compartido, y todo apunta a él, al que se mueve entre nosotros en la niebla y por eso tantas veces no acertamos. Se puede vivir de muchas maneras, hay muchas más razones aquí para entregarse al vacío y a la desesperación. Pero ellos no lo hacen, confían, conocen el otro camino y sin embargo siguen levantándose y brillando… a pesar de la niebla, una bonita palabra para decir fe. Se disipará, es lo que Jesús dice, se levantará la niebla y entonces veremos, volaremos y brillaremos. Las tres cosas, ¡cómo me gustan!
Cuando pienso en esto no puedo evitar sentirme abrumado por lo engreídos que somos. Recuerdo tantas conversaciones haciéndome sentir algo así como el derecho a estar deprimido… sin darnos cuenta de la inmensa gracia que es todo…

 Perdónanos, Padre de todas las vidas: por no saber encontrarte en lo más pequeño, Tú vibras en cada uno de los detalles y los colores de la vida; por no aprovechar la intensidad de los instantes y dejar que lo eterno se nos pierda en el camino; por el amor que no mira en nuestros ojos ni siente en nuestro corazón cuando nos das la vida para ello; por ahogarnos en un mundo sin alma, por seguir esperando sin querer dejarlo todo, sin pobreza; Tú que todo lo llenas, los ojos que escuchan, las olas del mar y el susurro del viento, Tú que todo lo amas, vacía nuestras vidas, haznos pobres, para levantarnos del polvo y brillar como las estrellas, para ser como la higuera que anuncia el verano, siempre brotando.


Después de todo, siempre estás esperando debajo de la higuera… no dejes que me suba a ella. Aquí abajo la vida es más que maravillosa. A pesar de la niebla.
Posos de café en Pemba 8, 18 de Noviembre de 2012.

Posos...y Café



Posos… y Café


Algunos se preguntan por qué estas líneas que escribo se llaman posos de café. Como el siete es un número de esos bíblicos se me ha ocurrido contar esta historia. 



En línea recta, hacia el oeste, donde el gran océano frío baña las costas… debajo de una Mulemba, un árbol sagrado para los lugareños, haciendo café sin moler en una lata. Hace ya unos años, más de diez. Sin este calor pero con la vida pendiente de un hilo, en medio de una guerra que siempre dejaba desazón en la taza. Así empecé a leer posos de café, como los adivinos. No es que hubiese, sólo hervíamos los granos del café, así nos servía para varias veces. Pero se confundían con otros posos, los de la vida, los que conversábamos y los que no, aquellos que no tenías más remedio que tragar y digerir, para que no se te tragasen ellos, aquellos otros que sólo Dios sabe cómo pasaban de largo sin herir más de lo suficiente, pero también los que, en un momento, nos hacían partir de risa, disfrutar de todo, olvidando esa soledad y esa amenaza siempre presente de la muerte.

Si no habéis probado nunca el café sin moler hervido en una lata, no sabéis lo que es bueno. 



Yo había traído conmigo mi café molido, de importación. Mis ideas bien construidas de lo que debe ser una persona, de Dios y la vida. Y por supuesto, mi café era el mejor de todos. Pero poco a poco dejó de funcionar mi cafetera, esperaba dar todo lo que había en mi maleta, pero me reservaba eso más mío, precisamente lo que esperaban que diese. Un día, en la maleta no quedaba nada, y ya no tenía café. En esos momentos te lo juegas todo. Había un cafetal extenso en mi casa, un café que no quería probar. Porque había que beberlo en una lata. Esa lata maltrecha de mi humanidad que no estaba dispuesto a tomar en mis manos. Pero, como siempre, Dios había puesto maestros en mi camino, los mejores. Había dos ingredientes básicos: una especie de “no tengas miedo” y otra de “es así como te amamos”. Hasta que no probé ese café no conocí de verdad el sabor de la vida. 




Hoy me pregunto por qué pasé tanto miedo. Tuve que buscar de nuevo el espacio y el tiempo en el que vivir, y no fue fácil. Con una lata maltrecha pero amada tuve que empezar a crear a mi alrededor nuevos encuentros. Mientras me decía a mi mismo me acostumbré al café de la lata y a sus posos, y me perdí muchas veces mirándolos. Aquello tuvo algo de cruz, o quizás mucho, pero también de vida nueva. El olor intenso del cafetal era un reflejo de la intensidad de mi vida, poblada cada vez más de tantos lazos, así sencillamente humanos, puros en su humanidad. Heridas y fracasos, pequeños triunfos y metas alcanzadas, caminos recorridos, con unos por el barro, empujando, con otros corriendo. A unos dejando, seguro de la firmeza de sus pasos, a otros levantando… posos, unos y otros, que permanecen en la hondura de mi ser y que han hecho que sea la persona que soy. 




Seguro que si intento explicar mejor porqué se llaman posos de café estos escritos os quedáis igual que al principio. Pemba tiene café, pero aunque no hubiera yo ya no llevaba conmigo. En la maleta puse tantos nombres como pude, de los que han seguido haciéndome este que soy. Pero ya no traje nada. Quizás por eso mis ojos se han abierto tanto y ven luz por todo lado, y la distinguen cuando es más intensa, y mis oídos oyen sonidos que casi nadie percibe, en el corazón de las personas, y en el tacto hay a veces una suavidad inexplicable… Quizás por eso todo me sabe bueno, y sobre todo si es poco. Debe ser el mar que deja un ligero sabor a sal en todas las cosas. Algo de sagrado tiene la sal cuando está en las lágrimas y en el mar, dijo un poeta. No es mal recuerdo de sus palabras: vosotros sois… la sal de la tierra. Y cuando camino a la Escuela el aroma de las flores, de la tierra o hasta de los árboles que se mecen me acompaña. Y siento que sólo puedo estar agradecido. Agradecido, el sexto sentido del corazón, por vosotros y por todos. Lo que hace que pueda celebrar la eucaristía y algo siempre se transforme, en mí y en aquellos que me rodean y he escogido, vosotros y todos.   




Pero hoy es el siete. Al seis le falta uno. También en esta historia. El siete es el sentido de Dios, el que un día estoy seguro, todos experimentaremos. Y será porque incluye los otros seis, y esos por lo menos ya los tenemos. Me da que tiene que ver con la compasión… es tan de Dios. Cómo me impresionan aquellas palabras de uno de los Padres de Oriente: “… y el que es de Dios intercede y suplica hasta por las serpientes”. No sé si habrá otro camino en la vida que todos podamos andar pero este es seguro.

No sé si con estas explicaciones he sabido dar razón de los posos del café. Lo que sé es que ya no sé vivir sin leerlos, hay tantos que a veces creo que no voy a dar abasto. Al final esto tan sencillo y pequeño debe ser infinito, como la vida, y si no es así el mismo Dios, a mí me gusta que lo sea.

Mi poesía se ha vuelto en estas líneas que siguen un poco atrevida, no es mía, es de Anne Marie Schimmel, y después de leerla sólo he podido guardar silencio. Digo lo de atrevida porque pensando en esto del sentido de Dios, me imaginaba que Él la recitaba para mí y para cada uno de vosotros:

Ya ves, lo intenté todo,

anduve todos los caminos

pero nunca pude encontrar a un amigo a quien pudiese amar más;

bebí en todas las fuentes, saboreé todas las uvas,

pero nunca probé un vino más dulce que tu.

Lei cientos de códices eruditos,

en cada letra sólo te veía a ti.

Borré la caligrafía con mis lágrimas

y la página resplandeciente se convirtió en tu espejo.

Escuché tu voz en cada soplo de brisa rumorosa.

La nieve, la hierba, sólo eran hermosísimos velos que cubrían tu rostro.

Me sumergí en un océano sin orilla,

las perlas luminosas sólo a ti te reflejaban.

Luego vino la tempestad.

El jardín de mi corazón tiritaba helado,

derramadas sus hojas.

Se hizo desierto                 

y nube yerma,

y silencio.

Y de repente, el Sol a Medianoche: Tu. 




Que toda tu desazón, Dios, no haya sido más que esta: encontrarme. Pero que haya sido precisamente esta… nada más, para estarte eternamente agradecido.

Posos de Café en Pemba 7, 13 de Noviembre de 2012