lunes, 16 de septiembre de 2013

Miedo



Miedo



La competencia puso este sábado una película de la parábola evangélica del pobre lázaro y el rico epulón. Algunos vinieron a decirme que porqué yo les ponía dibujos animados a los niños, que los pentecostales les ponen películas de la biblia y que en esta se veía el fuego del infierno, y que la gente es eso lo que necesita. Porque así, decían, se piensan mejor lo que hacen. Yo contesté sencillamente: porque no quiero que tengáis miedo de Dios.

Le voy dando vueltas al miedo, al de la gente, al mío, a ese miedo de tantas clases. Tiene que ver con lo de sentirse amenazado. Las más de las veces no hay nada que realmente lo provoque, está en nuestra imaginación que es como el viento… y, claro, no se puede coger un puñado de viento. Pero cuando hay miedo lo más personal de nosotros se queda enterrado. Seguramente que no pasaría nada, o muy poco, por hablar más, por decir lo que pensamos, por manifestarnos como somos, por disentir si es el caso, pero el miedo nos hace creer que hay siempre algo o alguien que nos amenaza. Que los musulmanes son violentos, que van a decir que somos partidistas, de la oposición, si nos ven reunidos, que no se puede salir de noche, que me van a rechazar si saben cómo soy… tantos y tantos miedos nos paralizan. Y qué difícil es entonces vivir plenamente.

Alguien escribió que África es la cultura del miedo. Es el misterio de la vida atenazada por los espíritus, los antepasados, hasta hacer de la muerte el lugar que más miedo contiene. Esa suma de la muerte y el miedo es la oscuridad, lo peor que puede pasarle a un africano. Las noches la recuerdan cada día y hay que huir de ellas, encerrarse, porque están pobladas de amenazas. Por eso la muerte nunca viene sola, alguien o algo la provoca y la realiza, alguien es siempre su culpable.



Cuando pienso en la presencia del evangelio aquí, en África, e intento encontrar sus semillas me falta siempre esta. Eso de los difuntos es algo para lo que no eres invitado, y si apareces en alguno sientes de inmediato la extrañeza, la lejanía, un misterio que te está siendo ocultado. Pienso entonces que el evangelio no ha entrado en la muerte, no ha conseguido aún darle su sentido, y que eso hace muy difícil ser testigos de la vida en medio de tanta muerte. Quizás la vivencia intensa del presente, que no puede mirar al mañana porque nunca está asegurado, es lo único que les permite sentir tanto la vida.

Con eso del infierno recordaba mis años de catequesis cuando era un niño y aquel cura de sotana y birrete que, subido en una tarima, nos mirada siempre amenazante, a los pobres niños de comunión, y hablaba de ese lugar espantoso y lo describía, como si ya hubiese estado allí. Y entonces pienso aquello de “no hace tanto”. Prefiero pensar no en lo mal que lo hemos hecho sino en que no lo supimos hacer mejor. Por mi parte, aquello fue razón suficiente para no volver a pisar una iglesia por mucho tiempo. Me he dedicado a hablar de Dios como pude conocerle, como hasta hoy lo siento. Aunque seguramente que algún puntazo de entonces tendré, como me dice un amigo, porque todos lo tenemos, y quizás lo necesitemos para permanecer en guardia.

Ese mismo domingo, Sumail, el marido de Filomena, una joven de la comunidad, volvía de Ntutupue de visitar a la familia. Iban nueve en el coche, y llevaba a Cunuzene al lado, su hijo de ocho años. Se salieron de la carretera y cayeron por una larga pendiente. Ellos dos murieron al instante, los otros permanecen gravemente heridos en el hospital. Varios de sus familiares piensan en los que debían ir con ellos y no fueron, o en los que por cualquier razón les habían deseado el mal días atrás. Y ahora, tanto dolor, en vez de acabar con todas las tensiones, como cuando nos enfrentamos a lo irremediable y llorar al final nos consuela y pacifica, aquí no ha hecho más que empezar una guerra.

Filomena no sabía lo que estaba diciendo, repetía sin cesar las mismas cosas, sin sentido, demasiado abrumada por el dolor. Los pobres solo tienen cuerpo, sólo tienen la familia. Faustino, su padre, me decía esta expresión tumbado en el suelo: “nos hemos quedado sin cuerpo”, el “cuerpo de mi hijo, nuestro cuerpo”. Me venían al pensamiento aquellas palabras de Cristo: tomad, este es mi cuerpo… y aquellas de Pablo: somos su cuerpo… Palabras que solo se pueden pronunciar cuando ya no hay miedo, cuando todo es confianza y abandono, porque entonces el dolor se convierte en entrega.






San Francisco de Asís resumió así todo el camino espiritual de su vida: cada día tengo menos miedo. Es cierto, sólo así se puede hacer memoria de la pascua, con las mismas palabras que dan sentido a toda nuestra vida. 







Posos de café en Pemba 44, 3 de septiembre de 2013.