domingo, 1 de diciembre de 2013

Guijarros...



Guijarros…



Me queda poco para viajar a mi país después de un largo e intenso año en África. Siento que se cierra el círculo, que acaba una etapa. Desde hace unos meses lo que verdaderamente me importa es este mosaico vivo, hecho de experiencias de tantos colores. Sólo me preocupa que quede bien, que pueda sentirme agradecido y satisfecho al terminarlo. Supongo que después empezaré otro, piedra a piedra, guijarro a guijarro, pero ahora no lo pienso. Mis etapas se van haciendo cada vez más pequeñas, mis metas más cercanas.

En una historia de esas que solíamos leer, al principio de nuestro viaje por las tierras del Espíritu, lo importante eran los guijarros. Entonces yo no lo entendía, pero hoy ya sé qué significan los guijarros. Dos amigos recorrían juntos el camino hacia el colegio cada mañana. Solían encontrarse en un banco del parque y desde allí caminaban. Habían hecho un pacto: si por alguna razón alguno no podía esperar al otro entonces dejaría un guijarro sobre el banco. Aquel guijarro se convertía así en un sacramento de la presencia y de la ausencia del amigo, como ese pan de la eucaristía.

Esto de la fe es un vivir entre la presencia y la ausencia del Amigo.

Los caminos que recorremos las personas son únicos y, sin embargo, son como afluentes del único y mismo rio de la vida. Ese rio es lo que importa, atraídos por su corriente milenaria vivimos. Este rio es el que nos configura: en él somos, nos movemos, existimos… Por eso podemos aprender de todos, porque cada vida es un intento de llegar a él, donde sea que estemos, sean cuales sean las dificultades. Allí donde el ser humano pisa la tierra se puede sentir la misma atracción, la vibración de las aguas primordiales, infinitamente creadoras, del rio de la vida. Lo único que necesitamos es dejar guijarros para los amigos. Cada uno hace con ellos su mosaico, cada uno va haciendo ese camino empedrado único. Pero todos los caminos se encontrarán. Poco a poco los guijarros que voy dejando en el banco sirven a otros, y los que otros han dejado me sirven a mí, y así se van entrelazando cada día un poco más nuestras vidas, y aquello que estaba separado se une para formar esa comunión que es nuestra verdadera vida.

Por eso escribo, mientras voy a la escuela, para dejar un guijarro en el banco. A veces soy yo quien encuentra uno que alguien ha dejado y sé que lo ha dejado para mí y que me hace falta. A veces me siento y espero hasta que llega el amigo… y juntos caminamos otra mañana. 

Quizás estos guijarros africanos puedan servir a muchos amigos. A mí me han servido. Con frecuencia paseo, solitario, por los alrededores de la misión, por ese lugar donde nada rompe el horizonte, o subo a la terraza de la escuela, y contemplo el gran espejo del océano en el que continúa reflejándose el rostro de la primera humanidad. Sólo las libélulas me acompañan, con su silencioso vuelo lleno de respeto. Y la luz del atardecer se extingue preñada de esperanza. Sé que la mañana vendrá, acompasada por la brisa del mar, y nacerá otra vez como una melodía incansablemente creada y creadora.


Entonces es como si este pequeño punto que soy, en la inmensidad de todo lo que me rodea, se encontrase en su lugar, en ese lugar para el cual, desde siempre, fue destinado. No es esto ni aquello, no es sencillamente África, es algo que ya no puedo medir ni encontrar en el tiempo.


Pienso si no será aquello del evangelio: porque el reino no está aquí ni allí, sino en vosotros. El reino, sí, nuestra posibilidad más verdadera y real. El sencillo guijarro encontrado en el banco, la flor que ha crecido en la ceniza, la estela dejada por el vuelo invisible de una libélula, el rayo de sol que se extingue sobre el plateado océano mientras la cola de una ballena juega en su superficie… y, más acá, la sonrisa de Yuma mientras te vende manoseadas postales, la interminable risa de la pequeña Wathicha, el abrazo de Ajuari capaz de envolver mis cuarenta y cinco años en sus cuatro y medio, la serenidad de los ancianos Mariano, Joaquim o Lázaro, la voluntad de luchar y seguir adelante de Nito, Melchor, Horacio, Fernando, Richard o Paulo, Lembra, Manuel, Helena, Verónica, Rabía, Sebastián, Benedicta, Lourenço o Eduardo… y la sed de aprender de todos mis alumnos: Hermenegildo, Alberto, Cristina, Anli, Assane, Armando, Elton, Melita, Antonio, Jeremías, Angelina… En una palabra, en la acogida de todo lo que somos y nos ha hecho vulnerables, como un don y una posibilidad y no como un injusto destino. Ahí, precisamente, el reino está a nuestro alcance. 



No lo construimos, no lo provocamos, no es obra de nuestras manos, pero está a nuestro alcance, como la posibilidad más real y verdadera. No depende del bienestar, de aquello que tenemos, sino de aquello que vivimos y cómo vivimos. Y es tan claro como la luz de la mañana, como el trozo de pan que repartimos a los niños alguna tarde, como el partido de futbol lleno de sonrisas de los chicos, como las risas en la capilla después de contar una historia, como la visita inesperada de los amigos, o el agradecimiento de los alumnos…

Así es, sencillamente, el Reino. 


Posos de café en Pemba 50, 19 de noviembre de 2013.



miércoles, 27 de noviembre de 2013

De la ceniza...



De la ceniza… 






Un amigo me dijo una vez que hay heridas que sólo en la cruz se redimen. Entiendo que el mal sólo busca apoderarse de todo, configurarlo todo a su capricho, y que al final no quede ya nada que pueda dar vida. Pero lo cierto es que mientras el mal se cree poderoso, en su engaño no se ha dado cuenta de que ha desatado una infinidad de bondad que más tarde o más pronto acabará por vencerlo. La guerra, el odio, el racismo, la codicia, la envidia y la mentira, siempre harán mucho ruido. Pero el ruido del árbol que cae jamás podrá competir con el silencioso bosque que crece.

La medida del amor es la medida del dolor, y esta lo es de la vida. Porque sufrimos sabemos que estamos vivos. Hay demasiada irrealidad en un mundo sin dolor. Me enfrento conmigo mismo, con mis huidas, con mi encerramiento, y descubro que es la verdadera vida la que se me escapa. Mientras me acerco a los demás, en la impotencia y el dolor, me duele la piel, pero sé que estoy vivo. Es alto el precio de sumergirse en el mundo de la pobreza, sobre todo de la más interior, la del desprendimiento de todo y de todos. Sólo sé que únicamente por gracia puede vivirse y que cada uno de los que llegan a mí se han convertido en verdaderos maestros de mi corazón y por ellos sé cuán lejos está todavía. 


Cuenta un apócrifo que la madre de Jesús, María, se levantaba por las mañanas temprano para espiar a su hijo. Ciertos días, muy temprano, había descubierto que no estaba en la cama. Curiosa y preocupada, le había buscado sin encontrarle. Entonces decidió levantarse cuando todavía no había amanecido y esperó hasta que vio salir a su hijo de diez años. Le siguió a la distancia, pero sin perderlo de vista, mientras se adentraba en el pequeño bosque de las cercanías, donde solían ir a buscar la leña. Temía por él pero no se atrevía a interrumpir aquel misterio. En los pocos años de vida de su hijo, ella le había conocido lo suficiente para saber lo especial que podía ser. El amanecer despuntaba y había a cada instante algo más de luz. Entonces el pequeño Jesús se paró en lo que parecía ser un claro del bosque, y allí permaneció quieto. Agazapada entre los arbustos lo miraba su madre. De repente una sombra más negra que la noche se elevó del suelo amenazante, como si quisiese envolver al pequeño, pero él no se inmutó. El aire puro de la mañana quedó viciado, una tensión se respiraba. María creyó oír palabras susurradas, duras unas, suaves otras. Un enfrentamiento silencioso entre aquella sombra y el niño. De la negrura salió una mano furiosa que arrancó la hierba verde y las flores de los pies de Jesús, y mostrándole aquel puñado de vida lo convirtió en ceniza.Pero el pequeño permaneció erguido, desafiante, convencido de sí mismo: se inclinó y con su pequeña mano cogió un puñado de aquella ceniza, la extendió ante la sombra y en aquel pequeño hueco creció un hermoso lirio. Entonces el primer rayo de sol lo volvió resplandeciente y la sombra se desvaneció al instante.


Recoger la ceniza y convertirla en vida. Me hubiese gustado que esta historia apareciese en los evangelios. El que la contó debió entender la victoria del bien y la vida sobre el mal y la muerte, que aquel niño llevaba como señal desde el principio, como ahora la llevamos nosotros.

Cuando te adentras en la vida de las personas te sorprendes de cuán fácil es tomar la vida en las manos y convertirla en ceniza. Lo cierto es que así es incluso dentro de ti mismo. Solo la confianza absoluta nos da esa asombrosa libertad de vivir creando vida.

Pero África es un pueblo que todavía tiene mucho miedo, porque el miedo es la ración de cada día en estas ancestrales culturas. Y cuando hay miedo es difícil la confianza. Las palabras se envuelven de sentidos no dichos, los sentimientos esconden otros, siempre amenazadores, gestos y actitudes se cargan de conspiraciones. Y así advienen las rupturas, los conflictos, la violencia… y en medio de ellos me encuentro más veces de las que quisiera.

En la comunidad sufro por familias que acaban enemistándose con otras, jóvenes que hasta ahora cantaban juntos y que de repente rompen el ritmo, y en el fondo siempre el sentimiento de la humillación y la herida del orgullo que tan difícil es de curar. Mientras escribo pienso que perdonar es lo que más nos cuesta a los seres humanos, pero no solo a estos. Pienso en mí y en los míos y también veo mucha ceniza. Y sin embargo, aquí y allá, de la ceniza brotan flores. 

El tío Lázaro es un señor mayor de la comunidad, con la mano seca pero el corazón muy húmedo. Su mirada humilde es capaz de llegar a todos, desde los más pequeños y los jóvenes hasta los mayores. Me voy enterando de toda la vida que, en lo escondido, va derramando. Una palabra a Angelita, una joven que anda en discusiones con otros jóvenes hasta el punto de decidir apartarse de todo y de todos, un gesto a Melchor, animándole a seguir adelante, en esos días en los que nadie parece tener ganas de hacer caso. Es de esas personas que está cuando más se la necesita, pero si no es así no está. Junto al tío Joaquim, al tío Mariano y algunos otros suele estar presente en el consejo de los ancianos. Nada me hace sentir tan seguro y confiado como este consejo. En cada uno de sus miembros presiento esa mezcla de sabiduría y serenidad que dan los años pero también eso tan propio y especial que sólo puede dar África. Entre ellos parece que la sombra ya no tiene poder o por lo menos no les amedrenta. Y me parece que estoy en medio de una selva llena de flores, verde y exuberante, en la que todo aquello que quiere destruir se convierte en un impulso para crecer más y dar más vida. 


En el fondo el misterio de la confianza depende de la convicción del corazón que sabe que en la cruz se han curado todas las heridas y especialmente aquellas que nosotros no podemos curar. Una vez más me descubro con una fe demasiado pequeña, ante estas personas que se sostienen cada día por su gran fe. Me pongo en su lugar y me pregunto si sería capaz de sostenerme así. Lo que es cierto es que, como dice aquel proverbio, las flores más bonitas crecen en los basureros. 


Posos de Café en Pemba 49, 15 de Noviembre de 2013. 




jueves, 14 de noviembre de 2013

Cortar la rama




Cortar la rama



No deberías cortar la rama que después no puedes devolver a su sitio. Dicen que estas palabras se las dijo el Buda de la compasión a un asesino. No es poder creerse con la fuerza del filo que corta. El poder reside en saberlo pero no utilizarlo. Tú eres poderoso, por eso eres compasivo, dice la Sabiduría. 

La última aula de filosofía con los alumnos de primer curso resultó toda una experiencia. Se trataba de definir al ser humano y nuestro punto de partida fue su vulnerabilidad. Captó su atención poderosamente. El problema del hombre es su negación a aceptar que es frágil, vulnerable, que depende de los demás para ser y vivir. Y esta negación le hace caer en la trampa del poder. Si no fuese un poco pretencioso diría que este punto de vista caló profundamente porque es posible que lo aprendido por la mayoría de mis alumnos había sido todo lo contrario. De hecho alguno de ellos lo manifestó: ¿cómo es posible que nos identifiquemos con algo que niega las posibilidades de ser hombre? Pero las posibilidades son creadoras solamente si brotan de la aceptación de la verdadera fragilidad, de otro modo solo son poder y violencia. Intenté que comprendieran el juego entre ganar y perder la vida, ganar y perder el mundo, entre la autoafirmación que niega la verdad de la propia indigencia y la autonegación que la afirma. Aquello del “negarse y tomar la cruz”, es en verdad un afirmarse en la dependencia, la fragilidad y la indigencia, en Dios y en los demás. 

Pero lo mejor de todo esto fue cómo las consecuencias surgían espontáneamente: hay un negarse verdadero y uno falso como también un afirmarse verdadero y otro falso. La sencilla pero radical diferencia entre el amor y el poder. En este no es posible el amor… pues no es posible servir a dos señores. La paz reside en la conciencia aceptada de la propia vulnerabilidad, y su negación es la razón de cualquier violencia. 


Viene al caso todo esto. En pocos meses, por la proximidad de elecciones y la creciente insatisfacción ciudadana, así como por la palmaria injusticia del gobierno, la situación se ha vuelto inestable. En algunos empieza a percibirse el miedo. La amenaza de la guerra parece cernirse poco a poco. Las carreteras están dejando de ser seguras. La oposición política, maltratada por un gobierno unipartidista, reúne a los disconformes. Una acción represiva del gobierno les obliga a huir y a esconderse por el territorio nacional, fuera de control. Que se tome la justicia en las propias manos es solo un paso. Escarceos terroristas asumidos en algunas de las vías principales sólo están provocando que la tensión aumente.

¿Qué puede haber por detrás? ¿Es sólo la voluntad de poder de los dirigentes con miedo a perderlo? Hay quien dice que el juego profundo tiene que ver con las multinacionales… las verdaderamente interesadas en la inestabilidad del país. 

Aquí, abajo, rezamos porque la paz es preciosa. Han pasado más de veinte años desde que se firmaron los acuerdos y hace poco celebramos aquella fecha memorable, pero pocos parecieron importarse. Hoy la preocupación se va extendiendo y lamentablemente vuelvo a recordar aquellos primeros años de Angola. No había tráfico rodado, apenas se viajaba con vuelos militares, cargados de armas y municiones. En las misiones proyectiles destruían poblados y eliminaban los accesos. Recuerdo que nunca se alcanzaban objetivos militares, por lo menos en aquellos años, y sí muchos civiles: mercados, poblados, iglesias… como si la guerra entre partidos se hubiese convertido en una guerra de la muerte contra la vida, no importando qué vida. Familias enteras asesinadas, nunca sabrá nadie porqué motivo, sólo por la única crueldad de matar.

Es muy posible que tampoco aquí falte el alcohol, como sucedía en Angola, aunque no haya qué comer. Porque en medio de todo esto la pregunta por la responsabilidad es inevitable. 



 










Un proverbio africano dice que cuando dos elefantes luchan sólo la hierba sufre. El engaño de los que hacen posible la guerra es y será siempre su negación a aceptar que son vulnerables, el poder que les hace incapaces de ver que el mundo que nos ha sido dado para vivir es grande y en él todos cabemos. 


El mundo que vivo está poblado de vidas y rostros, de historias, de libertad y de amor. Saber que somos vulnerables nos hace necesitarnos, nos lleva a compartir y a agradecer las pequeñas cosas de la vida. Pero este camino también lo es de mucho sufrimiento y, a veces, es humano no quererlo. No es un escándalo decirlo con aquel que también quiso apartar de si este cáliz. Es, sí, la conciencia de ser vulnerables y la necesidad del amor que todo lo puede.




Sí, se trata de fe. ¿La encontrará cuando venga? Sólo podemos pedirla y, mientras tanto, intentar no cortar ninguna rama.

Posos de café en Pemba 48, 30 de octubre de 2013.





miércoles, 6 de noviembre de 2013

El corazón herido



El corazón herido



Dicen los entendidos que lo de herirse el corazón a golpes, como el publicano de la parábola evangélica, sólo se repite en la cruz, cuando al Maestro le hieren el corazón con una lanza. Me admiro al pensarlo: que sea el mismo contenido en una escena y en la otra, el de sufrir el dolor de haber hecho daño. Con solo una diferencia, que yo pueda herir mi corazón con razones, mientras que para aquel que fue alzado en la cruz no había motivos.

Dicen también los entendidos que los más humildes lo son porque tienen el orgullo a los pies pegado. Porque todas las monedas tienen dos caras y hay luz y sombra en nuestras vidas.

Conversando con una religiosa rwandesa se me ocurrió preguntar cómo estaba ahora la situación entre hutus y tutsis. Ella, mirándome fijamente a los ojos, me dijo: ¿lleva tantos años en áfrica y todavía no la conoce? ¿No sabe que aquí solo una chispa puede provocar un incendio capaz de destruirlo todo? Me estremecí y guardé silencio. 


Un alumno de la Escuela me decía esta mañana que “eso” que hay entre makuas y makondes no tiene solución. Cada día me pregunto el porqué de “eso”. Y aunque repetidas veces sale este tema en las clases y siempre llegamos a descubrir que lo que nos identifica no es la raza, la etnia, ni la cultura o la religión, siempre me queda la duda. Es posible que para muchos identificarse con su cultura, su etnia o su religión sea la única salida, la única posibilidad de verse reconocidos. Y quizás por eso es tan difícil el amor, así sencillamente, sin condiciones. Nos es fácil amar a los que comparten algo de nuestra identidad. Pero, ¿es eso amor?

Cuando entro en conflicto con alguna persona, yo mismo descubro la tentación de dejar fuera de mi vida a esa persona. Sé que el conflicto es necesario porque nos purifica. Debería ser capaz de descubrir que cada conflicto me empuja a encontrarme con el otro ya no más desde esa perspectiva en la que nos dividimos sino desde otra más profunda, a intentar ir siempre más allá, hacia lo que nos une, sabiendo dejar atrás aquello que hasta ahora había posibilitado el encuentro.

Uno de los asuntos que menos me gustan son las disputas por los terrenos. Me vienen al corazón aquellas palabras de Jesús: ¿quién me ha hecho juez entre vosotros? Se lo decía al que le pidió que mediase por la herencia con su hermano. Mahate es un barrio muy apetitoso para nuevos pobladores y en especial para esos extranjeros que llegan con las multinacionales. Su belleza es caprichosa, el horizonte de la bahía debe tener pocos competidores. Y la misión posee un gran terreno.

En este año ya son tres los conflictos serios que han surgido, cuando alguno de los residentes del barrio vende una porción del terreno que al parecer no le pertenece. No sería mayor problema si todo se limitase a una cuestión de jurisdicciones, sin embargo “sólo una chispa” provoca un incendio. La mayoría musulmana makua y la minoría cristiana makonde parece que la están esperando para, como se dice, echar más leña en el fuego. Y, si como es cierto, no se puede uno justificar demasiado en las religiones, porque ambas hablan de paz y de reconciliación, las identidades étnicas ya son otra cosa. Los ancianos las imponen y hasta las vinculan con su fe religiosa, a los jóvenes que de entrada se sitúan fuera de ellas. Casi sin darte cuenta te arrastra la corriente de la etnia, sacralizada y convertida en una especie de dios, en cuyo altar no importa a quien se sacrifique, con tal de que sean los “otros”.

A poco hemos estado de empezar una guerra con esto de los terrenos, que para colmo ni son de unos ni de los otros.

No es fácil situarse como Jesús, es una sabiduría profunda. Estos días recordaba a la comunidad aquella vieja historia del general japonés angustiado con el infierno y al que alguien informó que un venerable anciano podría responder a sus preguntas. Cuentan que le visitó, arrogante y engreído, y preguntó al sabio por el cielo y el infierno. Este respondió con un silencio indiferente y entonces el general sacó su larga espada y le amenazó: ¡a mí no me respondes! ¿No sabes que puedo matarte ahora mismo? El anciano le miró serenamente y señalando a su espada dijo: eso es el infierno. Y al instante el general quebró su espíritu, se arrodilló y dijo: maestro, perdonadme. Y el anciano le miró de nuevo serenamente y señalando a sus rodillas dijo: eso es el cielo. 




No sabremos cómo resolver tantas diferencias ni posiblemente lleguemos a entender porqué nos hemos esforzado tanto en crearlas. Pero sabemos cómo enfrentarnos a ellas: de rodillas… la única manera de echar más leña al fuego. 



Posos de café en Pemba 47, 26 de octubre de 2013.