martes, 27 de agosto de 2013

J.A.



J.A.



En estos días se me acumulan especialmente los sentimientos. Fue hace unos años, en estas fechas, cuando la noticia de la muerte de un ser querido me hizo tomar la decisión de volver a mi país y escribir un punto y final a una historia de una década de mi vida, tan intensa que todavía hoy sigue haciendo mella. Muchas de las experiencias que vivimos no terminan al vivirlas, permanecen en el tiempo y siguen moldeando lo que somos. Porque es el tiempo vivido, escogido, amado y sufrido, y no simplemente el tiempo que pasa. Aquella vez nunca pensé que volvería, aunque el dejar África fuese como abandonar el mismo aire que me permitía respirar y sentir la vida.

He vuelto a respirar. Ya no es como la primera vez, en la pasarela del avión que acababa de aterrizar en Luanda, al salir a cielo abierto en aquella tierra donde todo era nuevo, cuando al respirar aquel viento tuve la sensación de estar donde siempre había querido. Los años te cubren de personas, de historias, de esperanzas y sufrimientos, y el alma se va haciendo jirones, casi sin darte cuenta.

Me dijeron que en África era muy difícil relacionarse, amar, vivir sin protegerse. Y esta convicción la he visto reflejada en tantas personas, mientras en mi interior me resistía siempre a creerla. Siempre he pensado que nuestro propio miedo, y nada más, es lo que nos separa de los demás. Después de estos años tengo a mi lado amigos con los que he vivido una historia de reconocimiento, y sé que ya no se irán. 



Ayer uno de los jóvenes de la misión, Paulo, me confiaba su vida. Solemos comentar juntos el evangelio y esta vez se preguntaba qué sería eso de la puerta estrecha. ¿Cómo saberlo? Está claro que una puerta estrecha protege mejor una casa habitada, y esto es algo que aquí puede entenderse mejor que en nuestras construcciones modernas. Pero la cuestión no es la puerta sino aquello que ella deja fuera, el mal. ¿Cómo distinguirlo? Nuestras sabidas lecciones quizás no duden de aquello que juzgan evidente. Pero aquí lo evidente no es lo mismo aunque sí lo sean las personas. Raíces culturales se interponen y no es tan fácil juzgar, no desde fuera. Tiene que haber un camino que no nos separe tanto y yo creo que ese camino es la puerta estrecha. Le dije a Paulo que su conciencia era la llave que abre la puerta, que yo no podía decirle si estaba bien o mal algo en lo que su libertad y su amor están comprometidos, pero que estaba convencido que él lo sabía, ahí en su conciencia. Le dije que no debía temerla, porque Dios es mayor que ella, y que aquello que desde si mismo decidiese estaría bien.

Pensé en lo arriesgado que es Dios con nosotros, en el respeto a la libertad de cada uno, a la propia conciencia, aunque la vida la haya maltratado, aunque quizás nadie la haya reconocido nunca. Me dijeron que en África la conciencia no es algo demasiado patente, por eso del espíritu tribal y las culturas, pero después de estos años puedo decir que algunas de las conciencias más libres y personales que he conocido están aquí (y no dejan que me vaya de su lado).


Quizás cuando llegué a África, ella me reconoció y por eso empecé a respirar la vida, así como yo veo respirar a cada persona cuando me dirijo a ella por su nombre. No sé el daño que la vida puede llegar a hacer dentro de una persona, aunque a veces pueda imaginarlo, no sé la mucha destrucción que puede haber ahí en lo más íntimo, pero sé que lo que importa y lo que hace vivir y seguir adelante es lo que reconstruimos, el don del amor que ofrecemos, el reconocimiento del otro en su persona. Y si eres capaz de creer en ello, aunque solo sea una semilla, incluso demasiado pequeña, crecerá y se convertirá en un árbol y dará frutos.

No se deberían podar las ramas jóvenes de los grandes árboles porque ellas están preñadas de futuro, pero a veces sucede, y entonces el dolor, en aquel vacío, deja sentir el eco de su presencia. Es inevitable, pero no es lo importante. Aunque la poda sea cruel se esperaría que en el árbol, cuando la estación vuelva, nuevas ramas broten con más fuerza todavía, porque sólo puede matarle algo que mate las raíces. En estas debe estar la puerta estrecha, la conciencia, la llave que abre el reino y deja fuera todo el mal de este mundo. 





Hoy quiero dedicar estas líneas a la rama verde que fue cortada antes de que llegase su hora. Si esto hacen con el leño verde… para que no destruyamos el árbol y reconozcamos siempre la conciencia de cada persona. A todos los que han visto, sin poder hacer nada, cómo se cortaba una rama verde. Hoy en Muxara fallecía al llegar de un largo viaje un pequeño de pocos años, una familia de la comunidad que ha tenido que retener el aliento, que se ha visto impedida para respirar la vida. Lo más difícil es creer ahora, en tan sólo un punto blanco de luz, cuando todo se ha vuelto oscuro.

Hace tiempo me maravilló, y sigue haciéndolo, un cuadro de Eugène Burnand dedicado a la mañana de la resurrección. Las miradas de Pedro y Juan en aquella mañana, fijas en el único punto blanco de luz del oscuro sepulcro, me sigue invitando a creer, y a invitar a ello a cuantos son atravesados por el dolor y parece que en su interior un vacío se apodera. Y les digo: es una rama verde, que nadie debería haber cortado, pero hay un árbol que vive y, cuando la estación llegue, brotará nueva vida. Aun sin palabras, quisiera que mi vida y mi presencia, indicasen siempre a esa pequeña luz que ha llenado mi vida. 


Posos de café en Pemba 43, 25 de Agosto de 2013.



viernes, 23 de agosto de 2013

40 días...




40 días…



Y cuarenta noches… para que la mirada se habitúe a la vergüenza de saberse humano, y el corazón soporte el peso de la desigualdad.

Hace falta tiempo para que la impotencia no sofoque la vida, hundiéndola en el abismo de la desesperanza, y para que el resentimiento no arraigue profundamente, haciendo que todo tenga el sabor amargo de la injusticia. El silencio suaviza las aristas, los sentimientos se amoldan y la razón aprende a ser humilde.

Hace tiempo escribí en algún sitio sobre esa sensación de la diferencia que nos acompaña a los que venimos de fuera, con ese otro color de la piel. La sencillez de la presencia no basta sino reconoce la dignidad, y para eso tiene que levantar del polvo a los caídos, tiene que vendar heridas y hacerse cargo de aquellos que ya no tienen a nadie. Pienso que sentirme diferente quizás sea por no ser indiferente… 



No puedo seguir buscándome a mí mismo, ni siquiera en la experiencia de la intensidad contemplativa, cuando millares de personas no pueden levantarse. Sé que les basta que yo conozca su nombre y lo ame, pero miro al horizonte, más allá de los que ya consigo pronunciar, y son demasiados.





Ha pasado la luna de julio, han pasado los cuarenta días y las cuarenta noches. El cuervo de la providencia nos trae cada día un pedazo de pan… hay cosas que deben hacerse, aunque no se sepa muy bien porqué o aunque parezca que no tienen sentido, como ayunar. En el pequeño mundo de cada uno, en la propia realidad, se juega el rostro de la compasión, de la entrega y del servicio, la única belleza de la humanidad por la que merece la pena darlo todo. Hoy mi mirada es más serena, más humilde, sabe que sólo puede dar una presencia que dice a cada uno su nombre, y que al decirlo acoge, acompaña, ama la vida que se ofrece en cada uno. Es necesario vivir para no ensuciar este rostro, para que su brillo siga dando esperanza en las noches más oscuras.

Los meses de sequía parecen tocar a su fin. Alguno de estos últimos días nos ha recordado el inclemente calor que se avecina aunque hoy los vientos juegan a su antojo por toda Pemba trazando una y otra vez en la superficie del mar pinceladas de grises y azules. Ha sido Id, la fiesta del sacrificio, y los hermanos musulmanes han celebrado las bendiciones de Alá, fiel a los que le obedecen. Me gusta pensar que la vida es siempre bendecida cuando somos fieles a su belleza, a un amor entregado, compasivo, servicial, hasta darlo todo. Id me ha recordado que en este tiempo de vivencia ha pasado ya un ciclo desde que llegué, no un tiempo que se cuenta sino un tiempo que se vive.

Estos días de silencio también han sido para hacer balance, el balance de una vida que unas veces se descubre maravillada, rodeada de tanta belleza, y que otras cree estar perdida en la impotencia y sin saber volver atrás.

Al escribir estas líneas me parece que las palabras esperaban a ser dichas y que los espacios blancos han estado sencillamente aguardando como si de una pequeña creación se tratara, desafiando el vacio que con insistencia amenaza. Las manos del alfarero cambian de color, por demasiado tiempo moldeando el barro… y yo siento que algo de dentro de mi también cambia. Como si la vida que escoges vivir también ella te moldease. Quizás sea este el misterio de la encarnación, el misterio de Jesús el diferente, la irresistible pasión de querer superar la diferencia y el dolor de tener que soportarla. Y aunque estas palabras parecen decirlo de modo complicado, todo es muy sencillo: es la cercanía de cada día, respirar y caminar con ellos, sonreír y sufrir y llorar, aun sabiendo que hay algo que irremediablemente te aparta de ellos.



Pero lo más importante de todo esto es que nada depende de ti sino de ellos. Nace en ellos la amistad que se acerca y confía, que te abraza y acoge, la que en verdad supera toda diferencia. Se llama amor y no hay nada capaz de igualarlo en el espíritu humano. Si algo tengo claro en este tiempo es que es su respuesta lo que importa, lo que te hace humano, y eso es el mayor regalo que se puede ofrecer a una vida.


Posos de Café en Pemba 42, 16 de Agosto de 2013.