viernes, 26 de abril de 2013

Justicia



Justicia




Sebastián es uno de los jóvenes de la comunidad. Canta en el coro con una voz inconfundible y cuando no está se nota su ausencia. Lo del coro es impresionante… no sé cómo lo hacen, ni creo que ellos lo sepan. Acompasan las voces porque no puede ser de otro modo, como si la misma naturaleza marcase el ritmo y los condujese, o precisamente porque lo hace. Lo cierto es que cada vez que los jóvenes cantan algo poderoso emerge y arrastra a toda la comunidad. Si dijese que es como si estuvieses en un concierto de música góspel me quedaría muy corto… entre otras cosas porque sus instrumentos son unos palos y un par de enormes batuques mezclados con algún sonajero improvisado.

Pero Sebastián ha sido para mí un grito de justicia en estos días. Un alemán, uno de tantos que al parecer se dedica al tráfico de marfil y posiblemente de otras cosas, se encaprichó hace una semana del terreno de Sebastián, donde se había construido con paciencia y mucho esfuerzo una casa para irse a vivir allí, le faltaba solamente cercarlo y algún que otro acabado del tejado. Sus padres se lo dejaron, de lo poco que poseían, porque también ellos lo habían recibido de los suyos. El problema es que el terreno queda demasiado cerca de la bahía y, para un blanco encaprichado, Sebastián no es ningún obstáculo. La semana pasada llevó una máquina y destruyó la casa recién terminada.

El hecho en sí no pide más explicaciones, pero es importante hacerse una idea de lo confeccionadas que son las casas makúas: un doble enrejado de bambú que se rellena de piedras forma las paredes, cada intersección se ata minuciosamente, después de rellenadas las paredes, la argamasa tradicional de barro sirve de cemento. La verdad, se logra una consistencia y una dureza en este tipo de construcciones que sólo una máquina puede destruir. 

Imaginar la desolación de Sebastián es fácil, ponerse en su lugar, como en el cualquiera de las personas de Mahate o Muxara, es imposible, sencillamente porque yo también soy blanco. Nos pusimos en contacto con el administrador del barrio, llamamos a la policía, todos daban la razón a Sebastián. Trabaja de segurata cuando le llaman y, por supuesto, le pagan una miseria. Al no poder mantener a sus tres hijos los tiene desperdigados por la provincia, con abuelos y tíos, hace tiempo que la mujer le dejó porque decía que no tenía nada. Aunque algunas de estas cosas me las imagino, para nadie es fácil confesar algo que le avergüenza y menos así de primeras. La cuestión es que el alemán huyó, al parecer al norte, donde las manadas de elefantes están siendo diezmadas impunemente y el marfil no declarado abunda. Se dice por aquí que los elefantes odian a los humanos y que quien sufre cuando están enfadados son las hierbas: las aldeas nativas que viven en su territorio y que han sabido respetarlos desde hace siglos. A veces preguntarse si el hombre blanco hace algo bueno es tan evidente…

Sebastián ha ido por lo legal, exigiendo sus derechos, hasta que ya no ha podido más. Tras pagar a los tribunales y a la policía, cada vez que trataba de dar un paso, se ha quedado sin nada. Él no entendía por qué tenía que pagar cada vez, hasta los saldos del teléfono del policía de turno que, según él, iba a hacer una llamada referente al caso. “Usted es el interesado” le han respondido continuamente. No han encontrado al alemán, y es posible que nadie lo busque de hecho, pero el poco dinero que Sebastián tenía se les ofrecía en bandeja sin esperarlo, encima justificándose porque es su trabajo. Hasta tal punto está todo corrompido, tribunales, policía, administración… que no sido capaz de encontrar una rendija desde donde poder ayudar a Sebastián de alguna forma, por los cauces de la legalidad vigente.

Después de hablarlo mucho decidimos olvidarnos de todo, de la policía y de los tribunales, y construir de nuevo la casa. Quizás, si esta vez, levantamos antes una cerca en el terreno le quede claro al alemán. Aunque lo dudo, y dudo que la justicia quiera o haga algo, si se presenta de nuevo la ocasión…

Me pongo a pensar en estas familias de amigos, aquí en el barrio, en lo fácil que sería su vida sin nosotros de por medio, sin esos megaproyectos, sin la explotación de piedras preciosas, gas o petróleo, que evidentemente sirve a los intereses de unos pocos en este país. En Mahate muchos han aprendido un oficio, y durante años se ha vivido así, unos trabajaban para otros y estos para los unos, lo que aquellos no sabían hacer lo sabían estos. Se respondía a las necesidades reales de las familias, de cada casa. Aquí siguen viviendo así, pero hoy en medio de empresarios venidos por “la llamada del oro”, y algo que quizás no fuese tan patente años atrás hoy lo va destrozando todo: la sed de riqueza, la ambición y la codicia.

Tengo la impresión de que la hipocresía de estas multinacionales es extrema, porque al parecer el derecho a enriquecerse no es de todos, es una prerrogativa suya, de los que están arriba, y los pocos que consiguen entrar en su mercado de trabajo han de conformarse con un salario irrisorio, en una ciudad que es más cara que las ciudades europeas. 


Quizás para recordarnos que la vida no consiste en cansarnos toda la noche intentando pescar algo para comer, sino en algo más importante, se aparece Jesús a los suyos, junto al lago de Tiberíades. Para que no lo olvidemos tampoco hoy, hay cosas esenciales y tienen que ver con las personas, la llamada a salir de nosotros mismos y preocuparnos de los demás, de todas las ovejas… que tienen hambre y sed, y tal vez no hay luz en sus vidas.

Posos de café en Pemba 33, 14 de abril de 2013.


viernes, 19 de abril de 2013

Entusiasmo



Entusiasmo 



El entusiasmo es una vibración que se va imponiendo, como la primera luz del día vence a las sombras de la noche, impregnándolo y poseyéndolo todo… Entusiasmo ha sido la experiencia de la Pascua aquí en Mahate.

Una vibración de cada uno que se iba confundiendo con la de todos, hasta que canto, ritmo y danza han alcanzado tal equilibrio que, como tantas veces he sentido en África, esta voz única así empujada manifiesta un poder capaz de destruir los muros más elevados del odio y la injusticia. Todos y cada uno entregados así a la única experiencia capaz de hacerles vivir por encima de todas las cosas, y sin embargo sin un atisbo de credulidad, con la clara conciencia de saberlo. He notado una diferencia: aquí el despertar interior es muy progresivo, muy gradual, sólo más adelante, siempre más adelante, se produce este milagro de resurrección verdadera. Pero entonces, por un momento, puedes llegar a sentirlo todo envuelto en una luz transfigurada que llena de sentido, de vida, de alegría y agradecimiento. Y tú, estás allí, transportado a esa dimensión difícilmente definible, y te sientes colmado indebidamente, inmerecidamente, afirmado más allá de todo lo que normalmente te limita y condiciona. Y lo que todavía es más impresionante, “ellos” son los que lo han hecho posible, para ellos es algo cotidiano, de cada semana, una vibración familiar sin la que no pueden comprenderse, para ti, es el milagro capaz de abrirte al misterio de los pobres, los que están llenando el mundo de Evangelio. 



Pensaba que en algún lugar se cuenta esta historia como aquí la cuento, pero ahora creo que son infinitos los lugares donde acontece, y se repite sin cesar, por lo inagotable de la fuente que sigue manando de la oquedad abierta de ese sepulcro que ya nadie podrá cerrar. 



Recuerdo que hace años leí una historia centenaria sobre la mano de la virgen. La misma que no pude ver un día pero que sentí posada sobre mí cuando todo empezó, y por eso no la he olvidado. Un joven pobre que pretendía la mano de una bella noble y piadosa, y que sin conseguirla quiso intentar con malas artes atraerla a su corazón y hacerla suya. Pero no pudo, se volvió atrás antes de vender su alma. Mientras lloraba amargamente a los pies de una imagen de la Virgen la joven a la que amaba se fijó en él especialmente, admirada por aquella pena sincera, y entonces la vio, la mano de María, descendiendo suave sobre aquel joven ya sin esperanza. Lo siguió, lo alcanzó, le contó el milagro que acababa de contemplar pero él le confesó su miseria, su corazón ensombrecido, porque al fin había entendido que no merecía su amor ni el de ninguna otra criatura. Ella, sin embargo, le respondió: no lo entiendes, no es a ti a quien ha hablado la Virgen, es a mí, a mi duro corazón, incapaz de ver un amor tan puro como el tuyo.

 
Otra vez, es posible que “ellos” no lo hayan visto, quizás porque es natural a su vida y a su mundo, pero yo lo he visto, y mi duro corazón se goza al ver un amor tan puro como el suyo. Esto de la Pascua tiene mucho de celebración de bodas, o al menos a mí me lo ha parecido… Pero esta vez toda una comunidad, revestida de luz, me ha cortejado, todos, grandes, pequeños y ancianos, al ritmo inveterado de los orígenes, como la luz del día abraza las sombras de la noche hasta disolverlas, cada mañana.


Algunos días algo muy especial sucede en la bahía. Si algunos lo vieran, seguro que lo contarían como una de esas maravillas, como la aurora boreal o los grandes bosques del Amazonas. Debe ser la calma de los vientos, pero la superficie toda de la bahía se convierte en un inmenso espejo, y si hay nubes, como había hoy, se reflejan en su superficie. A veces, al volver del interior, coincidía en ese momento en que el sol poniente ruboriza las orillas del Índico y los reflejos púrpuras y rosados se disparan al cielo, y me parecía estar ante un espectáculo increíble, sin embargo esta tarde puedo decir que jamás había contemplado algo semejante. Alguien diría que si Dios usa un espejo debe ser este, la grandiosa bahía de Pemba. 


Miráis a las nubes y decís: viene lluvia… sabéis distinguir las señales del cielo pero no reconocéis ante vuestros ojos al que ha venido para abrir todos los sepulcros, vencer todas las muertes, llenar de esperanza todos los corazones… No es posible depararse con tanta belleza y quedar indiferente. Siento mi comunidad como una bahía en la que se reflejan “los ojos deseados que hay en mis entrañas dibujados”, y celebro la fiesta de bodas de esta Pascua, dejándome llevar, sin merecerlo, por el ritmo, la danza y el canto… 


Posos de café en Pemba 32, 5 de abril de 2013.



 

domingo, 14 de abril de 2013

Ajuari y Wahicha



Ajuari y Wahicha





Son la imagen de la inocencia y la alegría, tienen 4 años más o menos, y todos los días me visitan a cualquier hora del día. Ajuari vive con la abuela y sólo habla makúa. Se sienta a mi lado, en la baranda, muy cerca, y con unos ojos negros y profundos, limpios y tiernos, dice lo único que sabe decir en portugués: ¡Padre! Wahicha es algo más menuda, tampoco entiende ni una sola palabra de portugués, pero esto es lo normal en la gran mayoría de los niños del barrio, sin embargo creo que nunca he visto la expresión de la alegría tan nítidamente como en su rostro: de todas las personas, grandes y pequeñas, que conozco, Wahicha es la que mayor fascinación me provoca. Es como si se apoderase de ella la misma alegría de Dios hasta hacerla vivir en un éxtasis permanente.

 
Cuando llego de la ciudad estos maestros de la vida que son los niños salen siempre a recibirme, cada día hay más: ¡Tata! Gritan… no he llegado a saber qué significa pero sé que es un grito de alegría.

No sé si es la magia de los niños o qué es, si es verdad como cuenta aquella vieja historia judía que al nacer todos recibimos lo que realmente se necesita en la vida, lo que realmente importa, pero un ángel sopla en nuestros oídos y por eso lo hemos olvidado. Creo que es hermoso pensar que la vida consiste en recordarlo. Tantos problemas, tanto dolor… debe ser que tenemos mala memoria. Lo cierto es que ellos viven plenamente, sonríen por todo, disfrutan de las pequeñas cosas y no se hacen las preguntas que nos preocupan a los mayores. Para mí son una especie de termómetro evangélico, cada día, cuando llego y los veo de lejos amontonados en el suelo, empiezan a gritar y corren hacia el coche, entonces pienso que estoy en el buen camino. Me lo dicen sin hablar. Sucios hasta la coronilla, pues habría que darles varios baños seguidos para dejarlos limpios, se cogen de mis manos, a dedo por niño, y alguna vez más de uno en algún dedo, me regalan lo mejor que puede darse: la felicidad.

 
“Dejad que se acerquen a mi”… porque acercarse al Maestro sólo es posible cuando somos como uno de ellos. No me sorprende en absoluto tanta distancia, tanta dificultad para ver y encontrar al Maestro, nosotros los que hemos envejecido y quizás nos estamos preguntando cómo nacer de nuevo, a estas edades… Un viejo profesor decía siempre que Jesús tenía ojos de niño, que así se los había pintado el Greco, grandes, transparentes, inocentes. Desde luego no podía ser menos, porque sólo algo que él ha sido podemos ser también nosotros.

Cuando se han cansado o atardece, sencillamente desaparecen, me doy cuenta que no se despiden, igual que ellos ya forman parte de mi vida, soy alguien con el que cuentan en las suyas. Por la mañana, si no he salido, rondarán cerca de casa, esperando ese gesto por el que saben que pueden entrar y sentarse en la baranda, y entonces esperar un poco de pan o alguna galleta. Alguna vez tengo que oírme en makúa: padre, usted niega mucho… y entonces me recuerdo que mientras tenga algo de mi propiedad estaré en deuda con ellos.

Sí, es posible que esto de ser niño sea solamente esto, desapropiarse, aprender la libertad de ser pobre, eso que vivimos de niños y vamos olvidando mientras crecemos. Porque las cosas, aquello que tenemos, acaba por convertirse en lo que más nos preocupa. Si algo enseña África es a recuperar lo importante, a ti mismo y lo que eres, porque lo has olvidado, y después, a los demás y lo que son. Lo que tenemos unos y otros sencillamente no importa. Como casi cada domingo hemos ido a bañarnos al mar, porque todavía es de todos. Sumido en mis cavilaciones me he alejado para entrar solo unas decenas de metros sin darme cuenta de que mis amigos esperaban que entrase con ellos. Algo tan simple como ser con los demás se me ha olvidado… he tenido que aguantar la reprimenda, pero más que eso he tenido que recordar que para acercarse al Maestro hay que ser “como uno de estos”… 


 

Ajuari parece empezar a olvidarse… ahora piensa que tiene más derechos que los demás para sentarse en la baranda o para comerse una galleta. No es el mundo que yo quisiera, pero es el mundo inevitable. Tendrá que empezar a recordar de nuevo. Sólo espero que encuentre amigos que, de algún modo, se lo digan, y que sea capaz de aceptarlo. Mientras, quizás la caricia del mar y del viento seguirán insistiendo en dejar el poso de la ternura en su vida, y entonces la posibilidad de nacer de nuevo se abra paso en su vida…


Me temo que Wahicha ha emprendido el vuelo de las libélulas. Hace días que no la veo, llevará esa eterna sonrisa, esa felicidad con la que se duerme y se despierta, allí donde vaya. Rezo para que ellas la acompañen y nunca se sienta sola, y para que la luz de sus ojos jamás se apague.  






Mientras rezo en la capilla, se sientan, muy serios, en las esteras del suelo. Saben que es tiempo de silencio, sólo les importa acompañar la luz, como hacen las libélulas… danzan a su música, la del Dios de los niños, la que sólo ellos escuchan… 
 

Posos de café en Pemba 31, 25 de marzo de 2013.