sábado, 14 de agosto de 2021

Nuestro Bien...

Hay una relación proporcional entre el grado de encarnación en una realidad y la fuerza que alcanza la cruz. Pero qué mal me suena decir esto con estas palabras, e intentar nombrar lo que no se puede. Además, tendría que añadir aquí, a la fuerza de la cruz, la gracia de la resurrección. Lo que es aún más difícil, porque lo de la resurrección es menos evidente, es ese lugar donde sólo la fe alumbra, pero se hace más necesaria no por lo que vivimos de hecho, sino por lo que esperamos...

Pero uno comprende que ciertas situaciones amenacen la esperanza.

A la cruz, sin embargo, hay que enfrentarla, cuando venga, como venga. O lo haces o huyes.


La complejidad de África no se pone de manifiesto únicamente en el mundo de las relaciones sociales, también la vivencia de la encarnación, la forma de amar, sufrir, gozar y morir, están penetradas del misterio africano.

Lo que es indudable es que hacer nuestro el evangelio implica revivir la historia de la salvación en nuestra carne... De un modo suplementario, pero en una verdadera historia de encarnación.


Debe ser por esto que ahora miro al mal y lo veo, como si se estuviese preparando para el sacrificio... Confabulando y maquinando en otro sanedrín, la manera de confeccionar la trampa...


La profunda felicidad que siento al acoger la sonrisa de niña de África, que se abandona en mis brazos, después de más de dos décadas esperando, merece la pena y el sufrimiento injusto de la cruz...

Este abandono, esta ternura, esta confianza, no pueden medirse ni compensar ninguna ración de dolor, ellas se sitúan más allá, en la dimensión del mundo renovado, donde la luz ha desvanecido toda oscuridad.


Pero al abrir los ojos, no puedes dejar de mirar en el camino duro de la subida, porque ahora sabes que esperan un paso en falso, acechando en la oscuridad, para empujarte al abismo...

A veces, en el sueño de la noche, tropiezas y caes, y no parece haber un fin, pero después de todo aquel miedo, unas manos te sostienen.

Son las manos, las que acunaban las mías en las noches de soledad...

Los sanedrines existen para que este misterio se realice. No es cierto que tu alma lo acoja, no. Yo no quiero beber ese cáliz...

Quizás la imagen que más adecuada me parece es esa gran losa cubriendo la gruta del sepulcro. Y es curioso que mis amigos musulmanes me estén ayudando en este contexto... El Espíritu surca los cielos que todos respiramos...


Una parábola suya cuenta que una vez tres hombres quedaron encerrados en una mezquita donde se habían refugiado a pasar la noche de camino a otra ciudad. Al levantarse encontraron una enorme roca sellando la entrada y los ventanucos estaban demasiado altos y eran demasiado pequeños para pretender salir por ellos. Solo Dios podía haber puesto esa enorme piedra en la entrada e impedir su camino, se dijeron, y empezaron a pensar cuál debía haber sido su pecado para merecer eso.


Así pasaron horas... Y muchas cosas malas, unas pequeñas y otras grandes pasaron por su cabeza. Quizás pedir perdón de todas ellas aplacaría el enfado de Dios y tendría misericordia. Pero ninguna de las oraciones de penitencia tuvo cualquier efecto, ni las lágrimas de arrepentimiento, ni las promesas de conversión, sirvieron para algo. Allí, pesada y enorme permanecía la roca.


Tras un largo silencio, uno de los tres dijo en voz baja: quizás el Señor no quiere nuestro mal sino nuestro bien, quizás no le estamos dando lo que Él quiere. Y empezó a contar algo muy bueno que había hecho hacia sus semejantes, cuando después de haberse visto obligado a cerrar su negocio, decidió indemnizar a todos sus trabajadores. Uno de ellos no había venido a recibir su dinero y él lo utilizó para intentar nuevamente levantar su empresa. Y lo consiguió, llegando a construir una obra incluso mayor que la otra, pero pasados tres años aquel trabajador apareció a reclamar lo suyo. Puesto que la nueva empresa había sido posible con el dinero de la indemnización, decidió entregársela a su trabajador, que se volvió así en su dueño. Entonces le dijo a Dios: este bien que hice te entrego. Y la enorme roca se deslizó unos centímetros dejando a la vista una rendija del exterior.


Admirados, los dos restantes comenzaron a pensar en algo bueno que hubiesen hecho hacia los demás.

Y así contó el segundo. Hace unos años el hambre se cernió sobre la aldea donde vivía porque había sido un mal año de lluvias. Una sobrina se aproximó de él para pedir ayuda en alimentos, para ella y sus hijos pequeños, y él le dijo que la ayudaría a cambió de unos favores sexuales. La joven se negó y volvió a su casa apesadumbrada. Unos días después volvió a pedir ayuda y esta vez ella accedió a pagarle. Triunfante por su victoria, el hombre preparó la habitación y recibió a la joven en su lecho, pero antes de tocarla, ella le preguntó: pero, tú no temes a Dios? Y en ese momento, cayendo en si, suplicó el perdón y entregó a la joven cuanto necesitase para dar alimentos a su familia, y lo siguió haciendo hasta que el hambre dejó de acuciar.

Un instante después de hablar la gran roca empezó a moverse otra vez y ya dejaba espacio para poder observar el exterior pero no el suficiente para atravesar.

Entonces habló el tercero. Era un joven con hijos pequeños y padres ancianos que había hecho un largo camino en busca de leche para sus hijos. Su familia no era abastada, pero conseguía mantenerse con dignidad. Había decidido llevar a sus hijos un regalo especial, y un lujo en las aldeas pobres africanas, una bota de leche fresca. Al llegar en casa ya anocheciendo encontró a sus hijos acostados y a sus padres ancianos en el anexo de la quinta. No había carbón en su viejo fogón y él supo que no habían cenado. Recordó las palabras que el imán de la aldea recordaba a menudo, honrar a los ancianos, respetar a los padres... Y entonces ofreció la leche de sus hijos a sus ancianos padres. Dios también tendría que acoger con agrado esta buena acción.

Y en efecto, la gran piedra acabó deslizándose del todo y dejando al descubierto la entrada de la mezquita.


Por cuál de todas las cosas que hice me condenáis?... Preguntaba Jesús al sanedrín. Pero no era por ninguna cosa buena que había hecho, sino por hacerse Hijo de Dios, por mostrar un camino de salvación.

Las grandes piedras que nos cierran el camino se apartan si damos a Dios nuestro bien, no si le damos el mal que hemos hecho... Algo de lo que los tambores africanos son testigos, cada vez que repiquetean quebrando poco a poco las grandes rocas que todavía sepultan a sus pueblos.

Qué pequeño es mi dolor incluso, si lo comparo con el que viven estos más pequeños.

He comprendido que ellos son las llagas, en las que le pido que me esconda y, con ellos, nos consuele su pasión.

No olvidarme del bien que Dios espera, no cansarme, no desistir, no dejar que muera la esperanza, aunque no la vean nuestros ojos.

Agosto 2021