miércoles, 27 de marzo de 2013

Orígenes...




Orígenes…





Es tarde, demasiado para Pemba. No han tocado las diez pero ya hace cuatro horas que ha anochecido y las personas se han retirado a descansar. Hace días que el ordenador me da problemas, y sin quererlo hace más distante la distancia. Hoy parece que tiene mejor día y lo estoy aprovechando. Tampoco el calor agobia tanto… ha llovido y algo está refrescando.

He decidido tender un puente. Voy dejando entre bastidores varios de mis posos, a la espera de algún hilo extraviado. Hoy he vuelto de nuevo de un viaje a las tierras vírgenes del interior, y me parece que voy oliendo a los comienzos. Es una sensación que se me va confirmando, de cada vez que me adentro un poco más en el misterio de esta tierra. 




Muchos han dicho que todo empezó por aquí… por las orillas de los grandes lagos africanos, entre las viejas piedras de sus inmensos ríos… mientras atraviesas las rocosas y menudas montañas que se levantan como jorobas de cansados camellos, aquí y allá, algo que la simple visión no percibe va penetrando en el alma. Te sientes como invadiendo un misterio que debería permanecer eternamente escondido. Por un momento he sabido que el aura que envuelve las rocas, las inmensas acacias y la misma tierra también impregna a los africanos.

No sé si es mi admiración creciente y sin límites, lo cierto es que huelo a comienzos… como si en mí se imprimiese un tatuaje, el sello de los orígenes… como si la mano de Dios continuase modelando el barro del primer hombre, en el hueco inacabado que somos cada uno. No me es difícil contemplar una humanidad más realizada, mientras yo busco por tantos lados un camino que me acabe. Me pregunto si toda la respuesta ha de levantarse de nuevo o quizás ya lo esté haciendo, en las orillas embarradas del Robuma, de los lagos y la tierra que junto a ellos palpita, sobreabundante de vida.

Desde Pemba, cuya bahía se abre como un regazo, hasta la enorme Niassa y el lago que conserva las huellas de los primeros hombres, un olor de tierra modelada se extiende y permanece dando forma y figura a todo aquello que los sentidos acogen, marcando el territorio como hacen las grandes bestias que quizás recuerden lo que nosotros ya hemos olvidado.

Un sentimiento de profunda reverencia, de reconocimiento de la sacralidad de lo humano y de la tierra que va más allá de todas las determinaciones de la historia, se apodera poco a poco de la humildad de aquel que se adentra en tanta belleza. 





Pero toda la libertad que hoy experimento ha levantado un puente. “Te daré la cesta de la fruta si al recibirla eres capaz de renunciar a ella”, le dijo el Buda de la Compasión al mendigo… Atravieso los bosques y espesuras, me siento al pié de la mayor de las acacias y el éxtasis de sus colores jugueteando con la luz poderosa me sobrecoge, o tal vez me quedo ensimismado en algún rincón de la bahía, y mis ojos se pierden hechizados en las pinceladas de suaves verdes y azules transparentes, y en la blanca arena… Las libélulas se han escondido, o es que quizás las he perdido, no sé si atrás o delante. Un puente de amor, de una pureza que se escapa, hacia el más allá donde vivir es sólo eso, la transparencia de ser y amar en uno mismo.
 
Rocas milenarias, raíces que penetran hasta la misma fuente de la vida, árboles que hablan de lo más antiguo, del respeto y del amor, de la libertad y de la sabiduría, y en la piel de los cuerpos ancianos de los hijos de esta tierra los mismos surcos, las mismas estrías, los dibujos de miles de años, el mismo olor de los comienzos. Cambian las hojas, los frutos, pero la savia que los alimenta sigue latiendo desde antes de los tiempos.





No soy capaz de decirlo con otras palabras. Es la experiencia de los orígenes. Contemplar los rostros y las miradas, es recibir el regalo del primer día, cuando todo fue hecho. Es el poder inmenso de África, el mismo poder del evangelio: el comienzo, una y otra vez, de la historia de la libertad humana. Y la libertad… consiste en saber que la libertad está en peligro, ha dicho un filósofo. Las aguas del Robuma, del Niassa, de los grandes y majestuosos lagos, continúan bautizando en el misterio de la creación primera, la profunda sabiduría del respeto, del reconocimiento de la pequeñez y del don de todas las cosas, del agradecimiento por una vida recibida y por la madre naturaleza que todo lo ofrece y comparte. 


Se acerca la Pascua. Hace unos días un musulmán me lo preguntaba, que qué es eso de la pascua. Nada más que la vida, le respondí. Esto que intentamos vivir juntos, el darnos unos a otros por amor, con amor y en el amor. Porque eso es la vida, para eso nos ha sido dada. Entonces, me dijo sonriendo, a lo mejor me hago cristiano. Hoy he sabido que va diciendo por ahí que él está a medio camino… Tengo que decirle que no importa lo que sea, que lo que importa es la vida porque el evangelio es el mismo libro de la vida.





Todo se ha ido preparando para este día: para cuando eres capaz de decir “está consumado”. Como quien firma una carta en la que acaba de escribir toda su vida, y en la que ha intentado vivir tan sólo para amar. Esta es la única pregunta que me importa, aunque tenga que borrar algunas líneas y haga tachones de algunas otras. Esta es la llamada permanente de África en mi vida, la misma llamada de los orígenes, y sólo me importa saber si ya estoy en condiciones de firmar la carta. 


Posos de Café en Pemba 30, 20 de marzo de 2013.



viernes, 8 de marzo de 2013

Dos hermanos




Dos hermanos 




Un padre tenía dos hijos… y ellos eran los hijos que se puede desear tener. Amaba a los dos con un amor infinito, pero diferente, porque cada uno de ellos lo era, suyo, a su manera, diferente. Sentía por el primero una admiración intensa, por esa combinación de humildad y elegancia con que le había dotado la vida, por su franqueza y su entrega total a todo lo que le era pedido. El segundo, el menor, reía constantemente por lo insignificante, preguntaba por todo lo desconocido, insaciable hasta el cansancio, pero su ternura y su cariño eran nítidos, puros. Su padre le amaba especialmente porque se recordaba a sí mismo en todo lo que él hacía. 





Los dos habían crecido en la madrasa y muchas veces invocaban al Misericordioso, en éste su nombre preferido, y confiaban en Él, en las pequeñas cosas de cada día. Pero no se puede decir que fuesen fervorosos, aunque eso sí, no faltaban nunca a la mezquita cuando iniciaba el ramadán y guardaban el ayuno como los mejores musulmanes. Said y Rachid, sus nombres. Su padre había engendrado 33 hijos, de varias esposas, pero entre ellos dos había una especial relación, algo que les complementaba no sólo en lo que sabían hacer sino sobre todo en lo que eran el uno para el otro.

El primero de ellos llegó a mi casa para levantar paredes, pero no esperaba encontrarme. Un blanco es una imagen conocida en Pemba, como en casi toda África desarrollada. No es una novedad y la presencia de uno está mezclada de sentimientos encontrados: envidia, amenaza, admiración, desconcierto, poder, injusticia… todo eso que se puede sentir cuando alguien que no es de aquí vive mejor que la mayoría de los que si lo son. De entrada los africanos suelen pensar que somos una fuente de bienes y encontrar el medio para conseguir algo de nosotros es una de sus principales motivaciones. Lo sorprendente fue encontrar en Said a un hombre justo. La prueba, pedir poco dinero por la obra que le encomendábamos llevar a cabo. Ni un atisbo de querer sacar tajada del blanco… Cierto que el orgullo de algunas tribus les impide de entrada aprovecharse, evitando así el mostrarse en esa realidad de miseria que les ha tocado vivir. Pero no había orgullo en Said. Y nuestra relación empezó entonces, el mismo día en que nos conocimos.

El segundo vino de la mano del primero, en principio para hacer unas baldas de madera, una mesa y unas sillas. Más sabido que su hermano, con mayor dominio de portugués, más capaz de enredar por ello y con bastante desvergüenza para intentar sacar partido. No es que buscase aprovecharse, pero sí mantenerse cerca viendo cada día algún trabajo nuevo de su competencia del que yo presuntamente no me habría dado cuenta. Risueño y divertido, Rachid, fue sintiendo que cada día era un pequeño triunfo sobre este blanco que lo mantenía a su servicio porque se había ganado su confianza.

Del primero hoy recibo la muestra del mayor aprecio que puede recibirse entre los makúas. Comemos algunos días juntos y siempre me ofrece algo de la comida de su plato. El segundo suele llamar a horas que intuye que estoy solo y viene a verme, y si hay cena comemos juntos, y como si estuviese en su casa se levanta y recoge los platos, los lava y los seca y los coloca en su sitio, sin dejar de hablarme de su trabajo, su mujer o su hija pequeña.

No tardó Said en llevarme a su casa, presentarme a su esposa, Mariam, y a sus tres hijos pequeños. Sin una sola palabra en portugués, porque sólo hablan makúa. Pocos días después me llevó a conocer a su madre, el linaje que marca el clan y dispone de los hijos. Al padre han de compartirlo pero la madre es suya. Entre los makúas las mujeres ostentan la autoridad de los clanes. Rachid, debiéndose a su hermano, no podía adelantarse y ha tardado más tiempo en presentarme a su familia. Cada día he sentido desvanecerse un poco más esa barrera que empezando por la lengua y siguiendo por la cultura se me hacía tan cuesta arriba.

Lo cierto es que yo no me he dado cuenta de cómo han sucedido las cosas, pero algún día pasado, si lo conversaron o no, no lo sé, decidieron escogerme. Y desde ese día sé que un padre tenía dos hijos… 




Es posible que no haya más secreto que este en la vida, escoger el amor, venga de donde venga, sea el que sea. Es posible que Dios sólo esté esperando esto: que le escojamos, un día, no importa si antes o después, aunque el tiempo que se nos pasa sin probar el amor siempre nos dolerá más tarde. Sí, como si de un amor incompleto se tratara, esperando al nuestro para poder decir de verdad: ahora somos felices. 





Pero esta historia no termina, apenas acaba de empezar. Adivino que ha de repetirse, porque las montañas siempre estarán separadas pero las personas se encuentran, como dice el viejo proverbio africano.
Me resuenan aquellas palabras inolvidables, esas que siempre se hacen realidad: “Yo os aseguro: nadie que haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o hacienda por mí y por el Evangelio, quedará sin recibir el ciento por uno: ahora al presente, casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y hacienda” 



Posos de Café en Pemba 29, 27 de febrero de 2013.



sábado, 2 de marzo de 2013

Paquitequete




Paquitequete





Parece de juguete, verde y blanca, cuatro pináculos coronados de una media luna y un plano más arriba otro par de ellos esta vez con la característica gota de agua, el minarete se eleva sobrio y elegante, proporcionado al lado de la pequeña cúpula central, una media luna que mece una estrella de cinco puntas corona ambos. La única puerta es un círculo perfecto, encajado en un dosel más bien clásico. Frente a ella, la Mezquita de Paquitequete, una gran explanada rodeada de las casas más pobres de Pemba, las de los pescadores.

 
Mientras escribo suena la llamada a la oración de las tres de la tarde. No puedo evitar pensar en el único Dios y en tantos caminos que los hombres han abierto para llegar a él, quizás sin conseguirlo. Me da que el camino menos enredado a pesar de tantas sombras pasa por buscarle en las personas y, desde luego, cada día me parece más acertado. He venido a recoger a Said y a Tarriji, que han venido a levantar un muro de esos que el mar no respeta y cuando se han visto tan lejos de Mahate y sin coche, con un palmo de narices han llamado: Padre, sabe, es que estamos muy cansados... en las pocas palabras de makúa que voy conociendo y sobre todo en las risas y las expresiones me he dado cuenta perfectamente de que les había salido bien la jugada. Paquitequete es el barrio más pobre de toda la ciudad, si es que pueden hacerse comparaciones con esto de la pobreza. Un par de playas que merecerían estar en esos cuadros de Sorolla, marcan los límites de este barrio mwaní, el más antiguo de Pemba.

Entrar en el barrio se hace por una pasarela de cemento que se ha levantado a escasa altura del suelo porque cuando la marea sube lo inunda todo y entonces el acceso al barrio sería imposible. El espectáculo sin embargo es cuando hay bajamar, todo alrededor se convierte en una auténtica escombrera, por descontado, llena de niños rebuscando en los montones inacabables de basura.

Los mwanies son un pueblo huraño, musulmanes en su totalidad y la tercera lengua de la provincia de Cabo Delgado. Sus fronteras marinas les aislaron también de los efectos de la presencia colonizadora y siguen aislándolos de todos los que ellos consideran extraños. Como si el mar y su entrega y vocación a él los hiciese curiosamente impermeables.

Ninguno de ellos habla portugués ni aceptan hacerlo, y aunque es imparable evolucionar en estos tiempos se resisten fuertemente a perder una identidad que posiblemente les ha mantenido hasta hoy. La verdad es que contactos con todo lo demás no les faltan, y su persistencia en seguir siendo ellos mismos es de admirar.
Quizás demasiado fácilmente renunciamos a lo que somos por tantas presiones exteriores... 


 
Pero en todo esto hay algo que no puedo dejar a un lado y por eso he querido escribirlo. Algo de incondicional que tiene el amor y naturalmente toda persona conoce, algo que a mí me está poniendo en mi sitio en tantas vivencias con estas personas. Que falte arroz en casa puede ser aquello que te recuerda que puedes hacer algo. Pero esto es sencillo, lo que no lo es tiene que ver con la libertad y con los sentimientos, con el corazón, que tiene sus idas y venidas y no deja de jugar buenas y malas pasadas. Cuando te muestras como eres, sin pretenderlo, porque espontáneamente eres así, puede ser que no te des cuenta que para los demás apareces desnudo. Y toda desnudez es frágil y es vulnerable. Lo que importa entonces son tantas reacciones y lo verdaderamente admirable es la incondicionalidad del amor... aunque seas una lata llena de agujeros, oxidada por todos los lados, también se puede hacer café.

Cuando alguien te dice que todo en ti está bien y que solo te falta dejar de fumar te está poniendo en tu sitio, pero no en algo tan sencillo como esto. Porque seguramente tu problema no son los cigarrillos sino ese corazón que espontáneamente se mete en su vida. Es el amor quien habla poniéndote en tu sitio. Sucede cuando has sido escogido, cuando las personas han conocido quien eres y quieren amarte, y entonces tienes que estar dispuesto a todo, sobre todo si quienes te aman son los pobres. Sólo puedo sentir de nuevo esa verdad, más profundamente todavía, de los pobres que me evangelizan cada día más allí donde pensaba que nunca llegarían.

Desde que estoy en Mahate me fallan las comunicaciones, estas de la técnica, porque para las otras, las de verdad, no doy abasto. Una distancia se abre mientras yo mismo me veo adentrado en el misterio de un pueblo que me seduce por su virginidad, su libertad y su amor. Hemos empezado un curso de formación bíblica y después de dos horas todos decían lo mismo: sabemos quién es este Dios de Jesús porque nos lo dice la vida, lo que vivimos cada día, porque es la experiencia humana de cada uno de nosotros. La miseria nunca será capaz de destruir lo humano aunque una y otra vez lo intente.

Hace una semana que hemos empezado el curso y el reencuentro con los alumnos ha sido como meterse en carrera cuando ésta ya llevaba un buen trecho recorrido. Es lo que hace la confianza, puentear, ahorrar esfuerzos y trabajos… lo mismo que sucede con Dios, siempre levantando puentes donde nosotros los hemos derribado, este Dios que nunca dejará de confiar en nosotros, porque no puede negarse a sí mismo. 




Después de varios días Auni, orgulloso y desconfiado, empezó a sonreír, y desde ese día ya no ha dejado de hacerlo cada vez que me ha visto. Selemane, el ayudante del carpintero, un mwaní de Paquitequete ha permanecido como una figura impasible durante todo el tiempo de trabajo, ayer su sonrisa también me lo decía: he roto la muralla, acepto cruzar el puente, este puente que nos une porque somos humanos, hijos de la tierra, más allá de lo que nos reviste por fuera, sea lo que sea. 



Posos de café en Pemba 28, 20 de febrero de 2013.



viernes, 1 de marzo de 2013

Mahate...




Mahate… 




Han pasado ya unos días. Desde el sábado estoy viviendo aquí, en el Barrio de Mahate, al suroeste de Pemba, antes de entrar en la ciudad, con la incipiente bahía en el horizonte dibujando esos paisajes inmensos de África. Mahate es una gran población que recibe a los viajeros del interior, tiene el encanto de esos barrios que te dicen que ya has llegado a tu destino después de un largo viaje, aunque te falten todavía unos kilómetros. Sus construcciones siguen siendo en su mayoría tradicionales: un doble enrejado de bambú que se rellena de piedras pequeñas y después se protege con barro resulta una pared consistente, y parecido se usa en el tejado, que se cubre de paja y aunque hace la estancia más fresca no protege de las intensas lluvias, por eso el que puede coloca unas chapas de aluminio. Por supuesto, sus callejones son todos de barro, laberintos que sólo se pueden atravesar a pié sorteando las divisiones que protegen los patios de cada casa. Poco a poco voy conociendo a mis nuevos vecinos y ellos se van acostumbrando a mi presencia.





Hace tiempo esta llegada mía hubiese sido casi un bautismo, pero esta vez ha sucedido como si ya hiciese días que estaba en el barrio. Llevaba dos semanas pasando todo el día en Mahate y sólo iba a la ciudad a por encargos, compras o ya tarde para dormir. Tal vez esto y todo lo que he compartido con “mi pequeña empresa” de constructores, carpinteros, electricistas, pintores y fontaneros me haya allanado el camino…

Entre nosotros no sólo hemos llegado a un respeto, con todo lo que se quiera matizar esta palabra en este contexto, sino también a un amor. Y, para mí, es como el tesoro escondido por el que vale la pena venderlo todo… Esta experiencia me evocaba especialmente a tantos que me acompañan desde lejos y que tantas veces me transmiten su deseo de estar aquí conmigo, porque el lugar de la pobreza está en el corazón de cada uno. Sí, se puede estar en Mahate, aunque no estés en Mahate… Es este encanto del barrio, sabes que ya estás en Pemba, aunque no hayas llegado a Pemba. 


 





Me gusta pensar que es así la eucaristía, algo que ya se tiene aunque no se tenga todavía…

 







Pero entrar en el mundo de los pobres tiene su cosa. Ni eres de aquí, ni vives con sus condiciones. Sucede cuando quieres pasar ciertos umbrales, caminar sobre terreno que sólo a ellos pertenece, terreno que para ti siempre será resbaladizo. Porque para ser pobre hay que aceptar unas leyes, hay que relativizar muchas cosas, hay que sufrir lo que en este tiempo del Espíritu que hoy iniciamos se llama conversión. Cuando miro a las personas, me dirijo a ellas, me acerco y comparto, fácilmente me lo hacen saber, de muchas maneras: hay “normas”, es una manera de decirlo, pero si entras ya no habrá vuelta atrás.

Cuando hago problema porque nos falta un tenedor, ya han empezado a comer con las manos, todos, del mismo plato; cuando se nos ha acabado el agua y no podemos bañarnos, seguramente habrá mañana, y no se cae el mundo por no bañarse un día, a pesar del calor, del barro; cuando no he podido llegar a tiempo con el pan del desayuno y se junta con el arroz de la tarde, no deja de ser una oportunidad para mezclar lo que no suele hacerse o sencillamente para agradecer lo que normalmente no se tiene… De tantas maneras me lo hacen saber. La pobreza te libera de todo eso que de tan superfluo se ha vuelto falsamente importante. Unos años atrás me hubiese sentido con esa impotencia propia del puritanismo, lamentándome demasiado por la distancia que me separa de ella. Hoy acepto el desafío del corazón, este impulso del alma que se deja liberar de las superficialidades y que va perdiendo el miedo a la libertad de la pobreza.

 

Pero vivir en África no es fácil, la enfermedad que constantemente amenaza, el hambre que sólo permite el presente, y ante la cual ninguna ley prescribe, marcan el día a día. Ha muerto el padre de Ussene, el que nos hace de guarda, su mujer lleva una semana sin poder levantarse de la estera, enferma de malaria, a uno de sus pequeños lo llevamos a las tiendas de aislamiento del hospital de campaña… cólera. Esta mañana me ha pedido un adelanto, una ayuda, cualquier cosa, para enterrar a su padre.

Ayer, ya tarde, Said llamó para que socorriese a Yamal, su sobrino. Fuimos al hospital, con sus padres, los dos sin saber una sola palabra en portugués. Yamal tendrá unos tres años, cianosis y anemia severa, malaria… ha escrito el médico después de idas y venidas conmigo al frente para que fuese atendido. Su madre, me daba los papeles rasgados y sucios de las vacunas y me miraba como si ese papel ajado la disculpase de todo, como si se preguntase ¿qué he hecho mal para que mi hijo se muera?...

En la sala de internamiento y en el primer cuarto, cuatro camas de colchón enlonado. En cada una, dos madres, dos niños, hombres de pié al lado, calor sofocante, el olor penetrante de las disenterías, el desecho sanitario en los cubos de basura, el yodo y las personas. A Yamal y a su madre les han cedido una esquina en una cama, pero él ya se había abandonado al sueño del dolor… Media hora más tarde ha llegado el enfermero, ha empezado el proceso del internamiento, sin mirar siquiera al pequeño. Esta noche, Yamal se había caído de la cama, una contusión en la cabeza porque quizás no tenía bastante…

 

Demasiado dolor, demasiada cuaresma. Quisiera soñar en el día de esta noche que ha de ser derrotada por la Luz inextinguible de la Vida, pero no puedo. Los lazos de todos los que caminan en estas tinieblas me atan a ellos y no quiero soltarme. Ya he vivido algunas pascuas en África y cada una ha sido siempre la misma experiencia: el preso que grita en medio de la noche, encadenado de pies y manos, desafiando a todos los carceleros del mundo, que Él ha resucitado y eso es lo único que importa.

 

Posos de café en Pemba 27, 13 de febrero de 2013.