domingo, 12 de mayo de 2013

Muxara



Muxara 


Soplaba el viento que todas las tardes nos acaricia el rostro y parece llevarse las capas de sufrimiento que se han ido acumulando a lo largo del día, como si desatara los fuertes nudos de tantas tensiones … ¡Cuánto me gusta el viento! Y más ahora, en este clima tan agresivo, que tantas veces se confunde con la misma vida. Siempre hay viento. Y esta certeza me llena de gratitud y de esperanza.



La comunidad de Muxara me esperaba, entre expectante y asombrada. Unas pocas sillas y unas cuantas esteras. Un circulo espontaneo, de ancianos, mujeres, jóvenes y muchos niños, siempre muchos niños. Un pequeño resto que me recordó, no sé muy bien porqué, al Israel del Éxodo. La sombra y la frescura del árbol del mango, inmenso como casi todos, nos daba la bienvenida. Nada importaba, sólo la presencia. Algo que hemos olvidado demasiado en nuestro civilizado primer mundo. Vestidos de pobreza, de ingenuidad y de una gran libertad, empezaron a dejarme poso… 



Muxara es el barrio contiguo a Mahate que se prolonga hasta el primer desvío del interior. Más allá se extiende la grande sabana y el bosque bajo, allí empiezan las poblaciones del interior de la Provincia, cuanto más te adentras en ellas más profunda es África. A muy pocos kilómetros se encuentran las playas paradisiacas del Índico, desde la playa de Chuíba, Kobá, hasta Murrebue y Mecufi. Hasta hace pocos años se podía llegar campo atraviesa en poco tiempo hasta la playa, era el camino de los pescadores. Hoy ya no se puede, el gobierno ha vendido a los extranjeros casi toda la costa y estos prohíben el paso a cualquier persona, para llegar a ella hay que dar una increíble vuelta que nunca fue necesaria.


Soy de un pueblo que se vio obligado a abandonar sus casas por causa de una presa y, aunque de eso ya han pasado muchos años conservo en mi memoria la tristeza de tener que dejar un hogar. No puedo juzgar si entonces las razones fueron justas, pero sé lo que siente el corazón cuando le arrancan las raíces. A un lado y a otro de Muxara esas máquinas que todo lo destruyen en un instante han devastado. Con poco dinero es fácil que muchos caigan en el cepo. La miseria no es sólo material. Algunos creen que el desarrollo exige esta renuncia. También la gente de mi comunidad está vendiendo sus casas y terrenos, aunque me canso de decirles que no lo hagan, que alquilen si es preciso, pero que conserven lo que es suyo. 



A los dos lados del terreno donde nos encontramos, empresas de la madera propiedad de los chinos. Adónde va tanta madera, nadie lo sabe. Pero en las escuelas los niños siguen sentados en el suelo… Un país vendido a parcelas, un pueblo olvidado. Es duro, es la agresividad del sol tropical y es esta impotencia de la que no puedes escapar, cada vez que te das cuenta de lo que realmente sucede.


Pero la historia de Muxara no se escribirá con esa tinta. Estoy convencido que las grandes construcciones pasarán y no quedará de ellas piedra sobre piedra, sus letras se escriben en el papel del tiempo que arde. Pero Muxara, los pobres, no, ellos escriben su historia con sangre sobre la roca. Cincelando como dice Job. Y por eso esta historia es verdadera: son los ojos atentos de hombres, mujeres y niños, cuando sientes que las personas que te escuchan se beben las palabras, es la humildad sin pretensiones que desafía todas esas maquinaciones artificiales que sólo buscan poder y dinero. Porque es el lenguaje de la sencillez, del alma, del evangelio. Ese lenguaje que ya nadie podrá callar.


Si Mahate fue como un bautismo, una conversión que sigue dando forma a mi vida, Muxara ha confirmado el único sacramento, el de la presencia: amante, perdonadora, capaz de ponerse en lugar del otro que sufre y decirle “no sufras más, yo cargaré tu sufrimiento”.




La despedida de Jesús no podía ser otra: esto os dejo, amaos como yo os he amado. La fuerza de vivirlo es su Espíritu. Nos hemos reído en la eucaristía, otra vez, al recordar al gran ermitaño del desierto; después de dejarlo todo y retirarse, fue bendecido con una visita del mismo Dios y este le dijo: estoy contento de ti, Antonio, pero todavía más del cestero del pueblo. Sin más, vistió su capa raída y fue al encuentro del cestero. ¡Cuánto rezarás - le dijo – para que no se condenen los pecadores! Pero el cestero le respondió: no, santo hombre, rezo para que si alguien ha de ser condenado que ese sea yo. Y eso es amar como Jesús amó, subir a la cruz para que no tengan que subir los otros… su demasiado amor nos pone a prueba. ¿Aprobamos el examen? Se me ha ocurrido preguntar… ¡No! Han respondido. Mientras haya un solo hermano subido en una cruz estaremos todos excluidos.

 

Habrá historia escrita en la misma roca y viento que seguirá soplando, habrá libélulas mostrando el camino, palabras que llenan de vida a los pobres.  

Ha vuelto Wahicha, la más pequeña y feliz de todas las libélulas. Horace sigue escribiendo en la arena, en las paredes, por doquier, el nombre de Aquel que por quien ha decidido vivir. El mundo está en sus manos, porque más allá de ellos sólo veo vacío, tristeza y muerte.



Posos de café en Pemba 36, 28 de abril de 2013.



miércoles, 1 de mayo de 2013

Jesús Cristo




Jesús Cristo 





Cuando me he dado cuenta algo de muy adentro se me ha removido. Dibujaba en el suelo y pensé que sólo eran garabatos, sin demasiado sentido. Sus ojos chispeaban con aquella luz del atardecer en Upeponi, la playa virgen de Murrebue, uno de los barrios de mi territorio. En Makúa quiere decir Paraíso… y no creo que nadie les haya enseñado porqué una playa así es un paraíso. Hoy lo he visto de nuevo, como lo he ido viendo en cada persona con la que hemos compartido un tiempo en la playa. El cálido océano despierta una alegría genuina, la mirada se dispara al horizonte y se pierde en los verdes y turquesas, en los azules transparentes, y las arenas de un blanco deslumbrante han aprendido a ser como almohadas para los pies. 



Hemos ido de paseo pascual a la playa con los jóvenes. Horace es un tanzaniano que hace poco que conozco, porque al no tener lugar en ninguna escuela del barrio se tuvo que ir a Mieze, una de las primeras poblaciones del interior saliendo de Pemba. Desde que ha conocido la misión viene siempre que puede, y cada día me repite lo mismo, quiere ser como yo. Le digo que eso no es posible, que yo soy blanco… al parecer le da igual, porque sigue repitiéndolo cada vez que nos encontramos. Ya al atardecer, decidí andar un buen tiempo por la orilla del mar casi sin darme cuenta del espectáculo natural que me rodeaba. 

Pienso en mí, en mi ministerio, en todas mis sombras y también en mis pocas luces, y la verdad, no sé qué responderle. Acoger un deseo como el suyo, como el de tantos, es un desafío. Es un choque con la realidad, con ese tener los pies en el suelo que tantas veces nos decimos aquí y, de entrada, parece que no merece la pena el esfuerzo. Me pregunto hasta qué punto es sincero, pero en el fondo es por mi sinceridad por la que estoy preguntando. Si el amor es sin condiciones, ¿tendrá sentido hacer preguntas? Pero lo que de verdad me ha despertado ha sido verle escribir en la arena, con el dedo, esas palabras: Jesús Cristo.

Ya nos preparábamos para volver… había hecho un círculo en la arena y escribía con los dedos. Como si se pudiese entender el significado de esas palabras allí dentro, o como si yo pudiese comprender el misterio de su deseo, el de esa pequeña persona allí escribiendo. Horace no quiere ser como yo, quiere ser como Jesucristo. No quiere ser blanco… De nuevo, algo que no puedo controlar ni dominar, algo sagrado, se me está revelando. Se escapa de mis manos como la arena fina, aunque algo de ella se me quede pegado, una historia que se hará sin que yo lo decida, la historia de Dios…

Hay algo que ha visto en mí que ni siquiera yo soy capaz de ver. Por un momento he comprendido que su deseo es puro, verdadero. Ahora es mi vez de responderle, aunque no sepa muy bien cómo hacerlo. En uno de nuestros encuentros, de esos en los que no paran de preguntar, les pedí que dijesen el nombre de tres personas que habían sido importantes en su vida. Porque de esas personas tenemos la vida llena, cada uno de nosotros. Para las otras, para las que han sido o son importantes por otras razones tenemos mala memoria. Es bueno que sea así, porque cuando es así, podemos perderlo todo y seguiremos estando llenos. Horace lo dijo de nuevo: Jesús Cristo. Me levanté, lo abracé y le di un beso, y él, riendo, me lo devolvió.



No puede ser cierto si no es porque para él Jesucristo es como de la familia. Se hablan, se escuchan, se acompañan, se aman… y como los enamorados, se escriben los nombres por las paredes. Desde entonces no lo pierdo de vista, y si alguien bebe de la fuente queriendo beber toda el agua, ese es Horace. Ávido del amor, ávido del sentido, ávido de la libertad… Me da que Jesús debe escribir también su nombre por todas partes, posiblemente ahora, estará escribiendo también el mío. 


Y yo buscando entre pensamientos, profundas reflexiones, altas contemplaciones… olvidándome quizás de los pucheros, de eso de cada día, donde realmente se juega la verdadera vida. No me extrañaría que en algún recoveco Horace se haya encontrado con aquel niño que te pregunta el nombre: soy Horace, Horace de Jesús. ¿Y tú quién eres? –le habrá devuelto la pregunta: Jesús, Jesús de Horace –habrá respondido. 



Pascua es porque está vivo. Los jóvenes de la misión lo creen y lo viven, en medio de las mezquitas, en una cultura que nada deja sentir de su presencia, en la pobreza extrema de casi todos ellos. Una riqueza de humanidad, de vida, una presencia del Espíritu que llena todas las cosas, llama de luz y de calor –como cantan ellos- que nada ni nadie puede apagar, les mantiene erguidos, de pié y al pié de las demasiadas cruces que a veces les toca vivir.





Aquel mismo niño, a la orilla del mar, me confirma en esta actitud humilde y acogedora. Jamás entrará el agua del mar en ese hueco, porque no es posible comprender el misterio de cada persona. No hay preguntas en el amor, cuando este es de Dios, cuando es sin condiciones.



Posos de café en Pemba 34, 18 de abril de 2013.