miércoles, 27 de noviembre de 2013

De la ceniza...



De la ceniza… 






Un amigo me dijo una vez que hay heridas que sólo en la cruz se redimen. Entiendo que el mal sólo busca apoderarse de todo, configurarlo todo a su capricho, y que al final no quede ya nada que pueda dar vida. Pero lo cierto es que mientras el mal se cree poderoso, en su engaño no se ha dado cuenta de que ha desatado una infinidad de bondad que más tarde o más pronto acabará por vencerlo. La guerra, el odio, el racismo, la codicia, la envidia y la mentira, siempre harán mucho ruido. Pero el ruido del árbol que cae jamás podrá competir con el silencioso bosque que crece.

La medida del amor es la medida del dolor, y esta lo es de la vida. Porque sufrimos sabemos que estamos vivos. Hay demasiada irrealidad en un mundo sin dolor. Me enfrento conmigo mismo, con mis huidas, con mi encerramiento, y descubro que es la verdadera vida la que se me escapa. Mientras me acerco a los demás, en la impotencia y el dolor, me duele la piel, pero sé que estoy vivo. Es alto el precio de sumergirse en el mundo de la pobreza, sobre todo de la más interior, la del desprendimiento de todo y de todos. Sólo sé que únicamente por gracia puede vivirse y que cada uno de los que llegan a mí se han convertido en verdaderos maestros de mi corazón y por ellos sé cuán lejos está todavía. 


Cuenta un apócrifo que la madre de Jesús, María, se levantaba por las mañanas temprano para espiar a su hijo. Ciertos días, muy temprano, había descubierto que no estaba en la cama. Curiosa y preocupada, le había buscado sin encontrarle. Entonces decidió levantarse cuando todavía no había amanecido y esperó hasta que vio salir a su hijo de diez años. Le siguió a la distancia, pero sin perderlo de vista, mientras se adentraba en el pequeño bosque de las cercanías, donde solían ir a buscar la leña. Temía por él pero no se atrevía a interrumpir aquel misterio. En los pocos años de vida de su hijo, ella le había conocido lo suficiente para saber lo especial que podía ser. El amanecer despuntaba y había a cada instante algo más de luz. Entonces el pequeño Jesús se paró en lo que parecía ser un claro del bosque, y allí permaneció quieto. Agazapada entre los arbustos lo miraba su madre. De repente una sombra más negra que la noche se elevó del suelo amenazante, como si quisiese envolver al pequeño, pero él no se inmutó. El aire puro de la mañana quedó viciado, una tensión se respiraba. María creyó oír palabras susurradas, duras unas, suaves otras. Un enfrentamiento silencioso entre aquella sombra y el niño. De la negrura salió una mano furiosa que arrancó la hierba verde y las flores de los pies de Jesús, y mostrándole aquel puñado de vida lo convirtió en ceniza.Pero el pequeño permaneció erguido, desafiante, convencido de sí mismo: se inclinó y con su pequeña mano cogió un puñado de aquella ceniza, la extendió ante la sombra y en aquel pequeño hueco creció un hermoso lirio. Entonces el primer rayo de sol lo volvió resplandeciente y la sombra se desvaneció al instante.


Recoger la ceniza y convertirla en vida. Me hubiese gustado que esta historia apareciese en los evangelios. El que la contó debió entender la victoria del bien y la vida sobre el mal y la muerte, que aquel niño llevaba como señal desde el principio, como ahora la llevamos nosotros.

Cuando te adentras en la vida de las personas te sorprendes de cuán fácil es tomar la vida en las manos y convertirla en ceniza. Lo cierto es que así es incluso dentro de ti mismo. Solo la confianza absoluta nos da esa asombrosa libertad de vivir creando vida.

Pero África es un pueblo que todavía tiene mucho miedo, porque el miedo es la ración de cada día en estas ancestrales culturas. Y cuando hay miedo es difícil la confianza. Las palabras se envuelven de sentidos no dichos, los sentimientos esconden otros, siempre amenazadores, gestos y actitudes se cargan de conspiraciones. Y así advienen las rupturas, los conflictos, la violencia… y en medio de ellos me encuentro más veces de las que quisiera.

En la comunidad sufro por familias que acaban enemistándose con otras, jóvenes que hasta ahora cantaban juntos y que de repente rompen el ritmo, y en el fondo siempre el sentimiento de la humillación y la herida del orgullo que tan difícil es de curar. Mientras escribo pienso que perdonar es lo que más nos cuesta a los seres humanos, pero no solo a estos. Pienso en mí y en los míos y también veo mucha ceniza. Y sin embargo, aquí y allá, de la ceniza brotan flores. 

El tío Lázaro es un señor mayor de la comunidad, con la mano seca pero el corazón muy húmedo. Su mirada humilde es capaz de llegar a todos, desde los más pequeños y los jóvenes hasta los mayores. Me voy enterando de toda la vida que, en lo escondido, va derramando. Una palabra a Angelita, una joven que anda en discusiones con otros jóvenes hasta el punto de decidir apartarse de todo y de todos, un gesto a Melchor, animándole a seguir adelante, en esos días en los que nadie parece tener ganas de hacer caso. Es de esas personas que está cuando más se la necesita, pero si no es así no está. Junto al tío Joaquim, al tío Mariano y algunos otros suele estar presente en el consejo de los ancianos. Nada me hace sentir tan seguro y confiado como este consejo. En cada uno de sus miembros presiento esa mezcla de sabiduría y serenidad que dan los años pero también eso tan propio y especial que sólo puede dar África. Entre ellos parece que la sombra ya no tiene poder o por lo menos no les amedrenta. Y me parece que estoy en medio de una selva llena de flores, verde y exuberante, en la que todo aquello que quiere destruir se convierte en un impulso para crecer más y dar más vida. 


En el fondo el misterio de la confianza depende de la convicción del corazón que sabe que en la cruz se han curado todas las heridas y especialmente aquellas que nosotros no podemos curar. Una vez más me descubro con una fe demasiado pequeña, ante estas personas que se sostienen cada día por su gran fe. Me pongo en su lugar y me pregunto si sería capaz de sostenerme así. Lo que es cierto es que, como dice aquel proverbio, las flores más bonitas crecen en los basureros. 


Posos de Café en Pemba 49, 15 de Noviembre de 2013. 




jueves, 14 de noviembre de 2013

Cortar la rama




Cortar la rama



No deberías cortar la rama que después no puedes devolver a su sitio. Dicen que estas palabras se las dijo el Buda de la compasión a un asesino. No es poder creerse con la fuerza del filo que corta. El poder reside en saberlo pero no utilizarlo. Tú eres poderoso, por eso eres compasivo, dice la Sabiduría. 

La última aula de filosofía con los alumnos de primer curso resultó toda una experiencia. Se trataba de definir al ser humano y nuestro punto de partida fue su vulnerabilidad. Captó su atención poderosamente. El problema del hombre es su negación a aceptar que es frágil, vulnerable, que depende de los demás para ser y vivir. Y esta negación le hace caer en la trampa del poder. Si no fuese un poco pretencioso diría que este punto de vista caló profundamente porque es posible que lo aprendido por la mayoría de mis alumnos había sido todo lo contrario. De hecho alguno de ellos lo manifestó: ¿cómo es posible que nos identifiquemos con algo que niega las posibilidades de ser hombre? Pero las posibilidades son creadoras solamente si brotan de la aceptación de la verdadera fragilidad, de otro modo solo son poder y violencia. Intenté que comprendieran el juego entre ganar y perder la vida, ganar y perder el mundo, entre la autoafirmación que niega la verdad de la propia indigencia y la autonegación que la afirma. Aquello del “negarse y tomar la cruz”, es en verdad un afirmarse en la dependencia, la fragilidad y la indigencia, en Dios y en los demás. 

Pero lo mejor de todo esto fue cómo las consecuencias surgían espontáneamente: hay un negarse verdadero y uno falso como también un afirmarse verdadero y otro falso. La sencilla pero radical diferencia entre el amor y el poder. En este no es posible el amor… pues no es posible servir a dos señores. La paz reside en la conciencia aceptada de la propia vulnerabilidad, y su negación es la razón de cualquier violencia. 


Viene al caso todo esto. En pocos meses, por la proximidad de elecciones y la creciente insatisfacción ciudadana, así como por la palmaria injusticia del gobierno, la situación se ha vuelto inestable. En algunos empieza a percibirse el miedo. La amenaza de la guerra parece cernirse poco a poco. Las carreteras están dejando de ser seguras. La oposición política, maltratada por un gobierno unipartidista, reúne a los disconformes. Una acción represiva del gobierno les obliga a huir y a esconderse por el territorio nacional, fuera de control. Que se tome la justicia en las propias manos es solo un paso. Escarceos terroristas asumidos en algunas de las vías principales sólo están provocando que la tensión aumente.

¿Qué puede haber por detrás? ¿Es sólo la voluntad de poder de los dirigentes con miedo a perderlo? Hay quien dice que el juego profundo tiene que ver con las multinacionales… las verdaderamente interesadas en la inestabilidad del país. 

Aquí, abajo, rezamos porque la paz es preciosa. Han pasado más de veinte años desde que se firmaron los acuerdos y hace poco celebramos aquella fecha memorable, pero pocos parecieron importarse. Hoy la preocupación se va extendiendo y lamentablemente vuelvo a recordar aquellos primeros años de Angola. No había tráfico rodado, apenas se viajaba con vuelos militares, cargados de armas y municiones. En las misiones proyectiles destruían poblados y eliminaban los accesos. Recuerdo que nunca se alcanzaban objetivos militares, por lo menos en aquellos años, y sí muchos civiles: mercados, poblados, iglesias… como si la guerra entre partidos se hubiese convertido en una guerra de la muerte contra la vida, no importando qué vida. Familias enteras asesinadas, nunca sabrá nadie porqué motivo, sólo por la única crueldad de matar.

Es muy posible que tampoco aquí falte el alcohol, como sucedía en Angola, aunque no haya qué comer. Porque en medio de todo esto la pregunta por la responsabilidad es inevitable. 



 










Un proverbio africano dice que cuando dos elefantes luchan sólo la hierba sufre. El engaño de los que hacen posible la guerra es y será siempre su negación a aceptar que son vulnerables, el poder que les hace incapaces de ver que el mundo que nos ha sido dado para vivir es grande y en él todos cabemos. 


El mundo que vivo está poblado de vidas y rostros, de historias, de libertad y de amor. Saber que somos vulnerables nos hace necesitarnos, nos lleva a compartir y a agradecer las pequeñas cosas de la vida. Pero este camino también lo es de mucho sufrimiento y, a veces, es humano no quererlo. No es un escándalo decirlo con aquel que también quiso apartar de si este cáliz. Es, sí, la conciencia de ser vulnerables y la necesidad del amor que todo lo puede.




Sí, se trata de fe. ¿La encontrará cuando venga? Sólo podemos pedirla y, mientras tanto, intentar no cortar ninguna rama.

Posos de café en Pemba 48, 30 de octubre de 2013.





miércoles, 6 de noviembre de 2013

El corazón herido



El corazón herido



Dicen los entendidos que lo de herirse el corazón a golpes, como el publicano de la parábola evangélica, sólo se repite en la cruz, cuando al Maestro le hieren el corazón con una lanza. Me admiro al pensarlo: que sea el mismo contenido en una escena y en la otra, el de sufrir el dolor de haber hecho daño. Con solo una diferencia, que yo pueda herir mi corazón con razones, mientras que para aquel que fue alzado en la cruz no había motivos.

Dicen también los entendidos que los más humildes lo son porque tienen el orgullo a los pies pegado. Porque todas las monedas tienen dos caras y hay luz y sombra en nuestras vidas.

Conversando con una religiosa rwandesa se me ocurrió preguntar cómo estaba ahora la situación entre hutus y tutsis. Ella, mirándome fijamente a los ojos, me dijo: ¿lleva tantos años en áfrica y todavía no la conoce? ¿No sabe que aquí solo una chispa puede provocar un incendio capaz de destruirlo todo? Me estremecí y guardé silencio. 


Un alumno de la Escuela me decía esta mañana que “eso” que hay entre makuas y makondes no tiene solución. Cada día me pregunto el porqué de “eso”. Y aunque repetidas veces sale este tema en las clases y siempre llegamos a descubrir que lo que nos identifica no es la raza, la etnia, ni la cultura o la religión, siempre me queda la duda. Es posible que para muchos identificarse con su cultura, su etnia o su religión sea la única salida, la única posibilidad de verse reconocidos. Y quizás por eso es tan difícil el amor, así sencillamente, sin condiciones. Nos es fácil amar a los que comparten algo de nuestra identidad. Pero, ¿es eso amor?

Cuando entro en conflicto con alguna persona, yo mismo descubro la tentación de dejar fuera de mi vida a esa persona. Sé que el conflicto es necesario porque nos purifica. Debería ser capaz de descubrir que cada conflicto me empuja a encontrarme con el otro ya no más desde esa perspectiva en la que nos dividimos sino desde otra más profunda, a intentar ir siempre más allá, hacia lo que nos une, sabiendo dejar atrás aquello que hasta ahora había posibilitado el encuentro.

Uno de los asuntos que menos me gustan son las disputas por los terrenos. Me vienen al corazón aquellas palabras de Jesús: ¿quién me ha hecho juez entre vosotros? Se lo decía al que le pidió que mediase por la herencia con su hermano. Mahate es un barrio muy apetitoso para nuevos pobladores y en especial para esos extranjeros que llegan con las multinacionales. Su belleza es caprichosa, el horizonte de la bahía debe tener pocos competidores. Y la misión posee un gran terreno.

En este año ya son tres los conflictos serios que han surgido, cuando alguno de los residentes del barrio vende una porción del terreno que al parecer no le pertenece. No sería mayor problema si todo se limitase a una cuestión de jurisdicciones, sin embargo “sólo una chispa” provoca un incendio. La mayoría musulmana makua y la minoría cristiana makonde parece que la están esperando para, como se dice, echar más leña en el fuego. Y, si como es cierto, no se puede uno justificar demasiado en las religiones, porque ambas hablan de paz y de reconciliación, las identidades étnicas ya son otra cosa. Los ancianos las imponen y hasta las vinculan con su fe religiosa, a los jóvenes que de entrada se sitúan fuera de ellas. Casi sin darte cuenta te arrastra la corriente de la etnia, sacralizada y convertida en una especie de dios, en cuyo altar no importa a quien se sacrifique, con tal de que sean los “otros”.

A poco hemos estado de empezar una guerra con esto de los terrenos, que para colmo ni son de unos ni de los otros.

No es fácil situarse como Jesús, es una sabiduría profunda. Estos días recordaba a la comunidad aquella vieja historia del general japonés angustiado con el infierno y al que alguien informó que un venerable anciano podría responder a sus preguntas. Cuentan que le visitó, arrogante y engreído, y preguntó al sabio por el cielo y el infierno. Este respondió con un silencio indiferente y entonces el general sacó su larga espada y le amenazó: ¡a mí no me respondes! ¿No sabes que puedo matarte ahora mismo? El anciano le miró serenamente y señalando a su espada dijo: eso es el infierno. Y al instante el general quebró su espíritu, se arrodilló y dijo: maestro, perdonadme. Y el anciano le miró de nuevo serenamente y señalando a sus rodillas dijo: eso es el cielo. 




No sabremos cómo resolver tantas diferencias ni posiblemente lleguemos a entender porqué nos hemos esforzado tanto en crearlas. Pero sabemos cómo enfrentarnos a ellas: de rodillas… la única manera de echar más leña al fuego. 



Posos de café en Pemba 47, 26 de octubre de 2013.



Túneles de roja sangre



Túneles de roja sangre 




No hace mucho tiempo y no muy lejos de aquí, alguien encontró una pequeña piedra roja brillando al sol, mientras trabajaba en su campo. Pensó que aquel hallazgo era una gran suerte, o quizás hasta creyó que Dios le bendecía. Se decidió a seguir cavando la tierra, por el mismo lugar y por las cercanías. Y encontró más, otra y otra, y más otra. Bellas como sólo la naturaleza puede hacerlas aunque la mano del hombre no las hubiese pulido. Quizás no sabía que aquellas piedras podían hacerle inmensamente rico, o quizás sí. Pero si entonces no, hoy todo el mundo lo sabe. Como pequeñas hormigas, dispuestas a darlo todo, empezaron a llegar: jóvenes sobre todo, de todos los rincones del país y de los vecinos Malawi, Zimbabwe, Tanzania, Kenia y Somalia… las piedras que brillan al sol lanzaban su reclamo.

Poco a poco, los africanos, conscientes ya de su riqueza, excavaron túneles. Aquí y allá, sin demasiado orden, sin demasiada seguridad, se abrieron las minas. Pero con ellos llegó también la codicia.

La codicia no es una hormiga que sale de casa, de su tierra pobre, en busca de algo para sobrevivir, para vivir con un mínimo de dignidad. No, es más como una rapaz condenada a robar y devorar aquello que no le pertenece, aunque ella cree que sí. La codicia no sale de su casa pobre porque ella ya posee en abundancia, pero su sed y su deseo la dominan. No quiere rivales, sería capaz de despeñar una montaña o de hacer arder bosques enteros para destruir a las hormigas. 



No sé si alguien se hará eco de la flagrante injusticia que sufren cientos de personas, si algún periódico tendrá el valor de decirlo. Antes creo que la lápida que sepulta ya a tantas personas, la peor de todas, seguirá siendo el silencio. 

Las piedras rojas atrajeron al extranjero, y en poco tiempo las pequeñas bocas de mina abiertas por los africanos se han convertido en inmensas explotaciones. Kilómetros de tierra fértil confiscados, irrisorias indemnizaciones, la dura inmigración forzada, pero esta vez de la tierra de sus antepasados, la que les vio nacer pero ya no les verá morir. Ingleses, portugueses, italianos, canadienses, estadounidenses… quién sabe cuántos más, han encontrado aquí una salida quizás a su amenazado primer mundo.

Mientras, en nuestros barrios de Pemba, las personas miran sin poder reaccionar, sin comprender del todo lo que está pasando.



Algunos de los africanos que continuaron pensando que la tierra era suya y también las piedras rojas, decidieron seguir excavando un túnel de roja sangre. No eran africanos legales, ahora ellos estaban robando… alguna migaja del negocio que el gobierno y la multinacional de las piedras rojas habían pactado. Alguien decidió cegar aquel túnel y convertirlo en una tumba. Muchos de ellos tanzanianos, dicen, cuyos cadáveres nadie reclamará, nunca, pues el silencio, como una niebla, envolverá la injusticia hasta que no quede vida humana en la tierra. 

Hace unos años un garimpeiro, así los llaman a los buscadores de piedras preciosas, vino a pedirme que si podía ayudarle a reconocer billetes de euro, porque había encontrado una piedra verde y quería venderla. Con aquella ingenuidad del novato en África sólo pensé en servir. Alguien de una ONG con una cruz verde, del norte de Europa, empeñada en desminar una tierra sembrada de muerte, iba a comprarla. Yo, en medio, iba a ser la tapadera. La responsable mandó a alguien con una mochila llena de dólares americanos. Sólo entonces reaccioné y me fui de allí. Había visto y todavía vi más tarde, cuerpos mutilados por la misma policía, porque decían que las personas se tragaban los diamantes. Hasta los niños eran asesinados.

No sé cuál es la justificación que estarán dando las multinacionales para explotar las piedras preciosas. Quizás se refieran al desarrollo, les gusta mucho esa palabra. Si aquella ONG no tenía ninguna, puesto que su propósito era hacer el bien, si bajo la capa del bien es capaz de hacer tanto mal, porque ninguna piedra preciosa está limpia de sangre, para las multinacionales que nunca han tenido otro propósito que el de enriquecerse cualquier acción estará justificada, aunque sea la de cegar un túnel lleno de africanos.



Pero estas palabras que hoy escribo me duelen. Hubiese preferido permanecer callado, silencioso, contemplando al crucificado en todos los que han sido sepultados con Él, en el túnel de una mina de piedras rojas, porque sólo puedo sentir dolor y una pena honda. Y, sin embargo, he preferido hablar, hacer oír la voz de los que ya no la podrán alzar nunca más. Hermanos míos a los que muchas madres llorarán sin saber qué habrá sido de ellos. 

En este silencio diferente quiero esperar, por ese día en que todos los sepulcros serán abiertos, y no me importará entonces suplicarles a ellos, a los sepultados en la mina de piedras rojas, que me permitan entrar con ellos, porque sé que ellos nos arrebatarán de las manos el Reino. 


Posos de café en Pemba 46, 16 de octubre de 2013.