miércoles, 6 de noviembre de 2013

El corazón herido



El corazón herido



Dicen los entendidos que lo de herirse el corazón a golpes, como el publicano de la parábola evangélica, sólo se repite en la cruz, cuando al Maestro le hieren el corazón con una lanza. Me admiro al pensarlo: que sea el mismo contenido en una escena y en la otra, el de sufrir el dolor de haber hecho daño. Con solo una diferencia, que yo pueda herir mi corazón con razones, mientras que para aquel que fue alzado en la cruz no había motivos.

Dicen también los entendidos que los más humildes lo son porque tienen el orgullo a los pies pegado. Porque todas las monedas tienen dos caras y hay luz y sombra en nuestras vidas.

Conversando con una religiosa rwandesa se me ocurrió preguntar cómo estaba ahora la situación entre hutus y tutsis. Ella, mirándome fijamente a los ojos, me dijo: ¿lleva tantos años en áfrica y todavía no la conoce? ¿No sabe que aquí solo una chispa puede provocar un incendio capaz de destruirlo todo? Me estremecí y guardé silencio. 


Un alumno de la Escuela me decía esta mañana que “eso” que hay entre makuas y makondes no tiene solución. Cada día me pregunto el porqué de “eso”. Y aunque repetidas veces sale este tema en las clases y siempre llegamos a descubrir que lo que nos identifica no es la raza, la etnia, ni la cultura o la religión, siempre me queda la duda. Es posible que para muchos identificarse con su cultura, su etnia o su religión sea la única salida, la única posibilidad de verse reconocidos. Y quizás por eso es tan difícil el amor, así sencillamente, sin condiciones. Nos es fácil amar a los que comparten algo de nuestra identidad. Pero, ¿es eso amor?

Cuando entro en conflicto con alguna persona, yo mismo descubro la tentación de dejar fuera de mi vida a esa persona. Sé que el conflicto es necesario porque nos purifica. Debería ser capaz de descubrir que cada conflicto me empuja a encontrarme con el otro ya no más desde esa perspectiva en la que nos dividimos sino desde otra más profunda, a intentar ir siempre más allá, hacia lo que nos une, sabiendo dejar atrás aquello que hasta ahora había posibilitado el encuentro.

Uno de los asuntos que menos me gustan son las disputas por los terrenos. Me vienen al corazón aquellas palabras de Jesús: ¿quién me ha hecho juez entre vosotros? Se lo decía al que le pidió que mediase por la herencia con su hermano. Mahate es un barrio muy apetitoso para nuevos pobladores y en especial para esos extranjeros que llegan con las multinacionales. Su belleza es caprichosa, el horizonte de la bahía debe tener pocos competidores. Y la misión posee un gran terreno.

En este año ya son tres los conflictos serios que han surgido, cuando alguno de los residentes del barrio vende una porción del terreno que al parecer no le pertenece. No sería mayor problema si todo se limitase a una cuestión de jurisdicciones, sin embargo “sólo una chispa” provoca un incendio. La mayoría musulmana makua y la minoría cristiana makonde parece que la están esperando para, como se dice, echar más leña en el fuego. Y, si como es cierto, no se puede uno justificar demasiado en las religiones, porque ambas hablan de paz y de reconciliación, las identidades étnicas ya son otra cosa. Los ancianos las imponen y hasta las vinculan con su fe religiosa, a los jóvenes que de entrada se sitúan fuera de ellas. Casi sin darte cuenta te arrastra la corriente de la etnia, sacralizada y convertida en una especie de dios, en cuyo altar no importa a quien se sacrifique, con tal de que sean los “otros”.

A poco hemos estado de empezar una guerra con esto de los terrenos, que para colmo ni son de unos ni de los otros.

No es fácil situarse como Jesús, es una sabiduría profunda. Estos días recordaba a la comunidad aquella vieja historia del general japonés angustiado con el infierno y al que alguien informó que un venerable anciano podría responder a sus preguntas. Cuentan que le visitó, arrogante y engreído, y preguntó al sabio por el cielo y el infierno. Este respondió con un silencio indiferente y entonces el general sacó su larga espada y le amenazó: ¡a mí no me respondes! ¿No sabes que puedo matarte ahora mismo? El anciano le miró serenamente y señalando a su espada dijo: eso es el infierno. Y al instante el general quebró su espíritu, se arrodilló y dijo: maestro, perdonadme. Y el anciano le miró de nuevo serenamente y señalando a sus rodillas dijo: eso es el cielo. 




No sabremos cómo resolver tantas diferencias ni posiblemente lleguemos a entender porqué nos hemos esforzado tanto en crearlas. Pero sabemos cómo enfrentarnos a ellas: de rodillas… la única manera de echar más leña al fuego. 



Posos de café en Pemba 47, 26 de octubre de 2013.



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