Al final, después de todo, quedará el amor...
Son las cosas más obvias las que a veces me parece que necesito comprender de nuevo.
Pensaba que el amor tenía una dosis, que es sencillamente la que tiene cada uno, y conforme a ella se ama... Pensaba que esa medida es la que es y que no le puedes pedir a nadie que ame más de lo que él está dispuesto, porque es su medida...
Pero hace ya tiempo que sé que no hay un depósito en algún lugar de nosotros para el amor, he aprendido que el amor es una historia, es la historia que cada uno se permite vivir, y esta es su única medida.
Jesús es la mejor historia de amor, no me cabe duda. Y sólo cuando entro en su historia, cuando me doy permiso para entrar hasta donde sea, el amor se vuelve la medida de mi humanidad. Creo que esa medida es la gratuidad, lo que indica que la humanidad ha alcanzado su madurez.
Hay una niña pequeña en mi vida, ella es la maestra de amor que Dios me ha enviado en esta etapa de mi vida. Quizás consigáis entenderlo si digo que ella ha sido la puerta de todas las niñas y niños, de todas las personas vulnerables y olvidadas, de todos los indefensos y los impotentes.
Cada día descubro en su historia cómo el amor crece, captura nuevos reflejos de luz y se enriquece de colores, matices, sentimientos. Entonces algo de mí vuela lejos, muy lejos, hacia un horizonte insospechado, hacia nuevos mundos y hacia las historias no vividas, y me doy cuenta que es el amor, una fuente inagotable, eterna, siempre nueva... Capaz de impregnar y transformar la historia encarnada de cada momento, nunca la misma, siempre, eternamente nueva.
Luego pienso en mis amigos y en cuanto los amo. Y sé que es un amor distinto, más rico, más lleno, más nuevo, el que ahora tengo... Y sé que mañana todavía será mejor.
Es esta niña pequeña la que me ha hecho comprender estas cosas. Y aunque no sé explicarlo mucho, cada vez que veo un niño, un pequeño, en su vulnerabilidad, veo a Dios... Y creo que es también por eso por lo que su dolor es también cada día más intenso, más agudo y profundo, más doloroso, si puedo decirlo así.
Entonces, y aunque me asusta un poco, parece que comprendo un poco esa cruz, a ese que está clavado en ella. Y mirar al niño ya no es posible sin contemplar todo esto...
Porque un niño se nos ha dado, recitaremos esta Navidad. Un niño... Una inagotable fuente de amor puro, una ternura capaz de destruir las piedras más duras... Un poder inusitado de novedad y gracia, que sólo el mal más puro se atreve a herir o a matar.
Porque la historia de este niño es también la de los inocentes, la del Dios que desafía al mal de este mundo, como él nunca esperaría... Un niño, que nunca dejó de habitar en Jesús, el niño que fue su secreto, el que le llevó a vencer al final, como el mal jamás podría haber imaginado.
Un apócrifo de Lucas cuenta que Jesús niño una noche no podía dormir, una noche especial, no de tantas en las que él se divertía solo con las estrellas, como contaba su madre. Ella también lo siguió esa noche mientras subía la loma cercana de la vieja casa, y su corazón de madre se encogió al ver a su hijo pequeño ante una sombra sobrecogedora. Quiso darle alcance pero algo la retuvo. Una mano de oscuridad se alzó en aquella sombra y arrancó del suelo el brote joven de un olivo y lo mostró a Jesús. Un niño sosteniendo la amenaza del vacío y la nada. Y al instante, aquella esperanza de vida, desde la raíz hasta las hojas, secó y se desintegró en polvo y ceniza.
Pero el pequeño Jesús no se inmutó, firme y resuelto, como quien descubre el sentido de todo, y agachándose ante la sombra, cogió un puñado de tierra, la levantó y desafío a la oscuridad, mientras un brote verde y luminoso crecía entre sus dedos, y apartaba la sombra que parecía huir amedrantada. Lo contaba su madre, cuando todo empezó, después del Gólgota.
Cuando veo un niño recuerdo esta historia, imagino a su alrededor los brotes de vida y esperanza que crecen y expulsan las sombras del mundo. La oscuridad es cuando ya no hay historia, porque el odio no se permite vivirla. El mal es el rostro sin rostro, la palabra vacía, el polvo y la ceniza.
Se nos ha dado un niño. Nada es tan sagrado, nada es tan puro... Su total ausencia de poder es lo que los asemeja a Dios, como pocas otras cosas... Y es precioso recordar cada día que esa es nuestra esencia, la del niño que fuimos una vez, la del Dios que sigue dentro de nosotros.
Tanta violencia y muerte, tanta oscuridad, debe ser sólo eso, el poder que nos hace olvidar nuestra divinidad interior, nuestro niño. Quizás por eso al hacernos adultos olvidamos que esta búsqueda tenemos que hacerla dentro, y que sólo al renunciar al poder, podremos encontrar algo...
Es bueno que lo recordemos en el adviento. Es un niño, esa salvación que todos veremos... Como cada año, ojalá este lo comprendamos.
Pe Eduardo
5 de diciembre de 2021
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