domingo, 27 de enero de 2013

Clavos...




Clavos… 



Ha venido contando una historia de clavos, repitiendo que cuando herimos a alguien es como si clavásemos uno en una madera, dejando para siempre esa marca… yo recordaba la historia vagamente, pero he dejado que me la contase a su manera, deliciosamente. Se llama Dionisio, algo que no he llegado a saber sucedió con su padre, un abandono quizás, se le han saltado las lágrimas mientras me lo decía. Sólo he intentado escuchar, como se dice, con alma, vida y corazón, y ha sido como una catarata cayendo sobre mí. En un momento me he sentido inundado, de sentimientos, de confianza, de ternura, de libertad… pero no eran míos, eran suyos. Lo sé muy bien.

Estudia en la universidad de Nampula y ha venido de vacaciones. Es una de esas personas ante las que hay que ser muy duro de corazón para no reconocer la perfección de Dios, y muy pobre de alma para no seguir creyendo en las personas. Hemos pasado una sobremesa de esas en las que cada frase pronunciada se convertía en un eslabón hacia una verdad más alta y más profunda, mientras veía como la confianza crecía a cada momento y nos llevaba juntos a un encuentro que pocas veces sucede. Mientras él decía lo cerrado que es ante los demás y lo que le cuestan las relaciones, porque ha tenido pocos motivos para confiar, yo me reía por dentro: pocas veces he tenido la suerte de encontrarme así de primeras tanta desnudez, tanta acogida, tanta libertad dispuesta a darse.

He recordado otra vez a Nouwen cuando describe un encuentro con un joven después de una de esas exhaustas conferencias que daba tantas veces: “desde hoy entre tú y yo toda la tierra que nos separe será tierra sagrada”, le dijo. Dionisio pasará todas sus vacaciones con nosotros, es sobrino de Aristides, uno de los compañeros más cercanos a mí desde que llegué. Creo que un día de estos se lo soltaré, como hizo Nouwen a aquel muchacho… 





Si tuviese que pintar un icono, seguramente me buscaría el modelo de uno de esos santos de los primeros años, de los que impregnados por la belleza del Evangelio, la belleza verdaderamente humana, se han convertido en una transparencia de Aquel a quien siguen hasta las últimas consecuencias. Aquello del Amor que se convierte en el amado… 


Hace unos años, pocos, que tengo la inmensa gracia de encontrarme regalos como Dionisio. Jóvenes que han descubierto una pasión en su vida, o quizás tendría que decir, la pasión de su vida. Se sienten extraños, les cuestan las relaciones normales, se encierran y piensan mucho… es como si hubiesen descubierto que les están creciendo alas y no se atreven a salir así a la calle. Les puede el pudor, el mostrarse como son, con esa sensibilidad que les domina… y en cuanto pueden no ocultan ni sus lágrimas ni sus sonrisas, especialmente si hay alguien capaz de acogerlos, recibirlos, escucharlos, alguien en quien puedan derramar su confianza. 




Con ellos vivo esto de la tierra sagrada, y me descalzo. Lo más impresionante es que no tienen prejuicios y han descubierto la verdad por sí mismos. No hay que convencerles, se han convencido ellos solos, se aproximan y abren porque algo en ti les hace sentirse confirmados. Allí es la tan lamentada secularización lo que lo hace posible, aquí las culturas tan ajenas…

Para creer que la humanidad está cambiando no se necesitan demasiados signos, sólo abrir los ojos y el corazón a muchas personas que nos rodean hace posible y real esta fe. Cada vez me parece más claro que todo lo que envuelve a las personas y, especialmente los prejuicios, es como lo de enterrar a los muertos, casarse y celebrar el banquete, probar una yunta de bueyes o simplemente no querer dejar lo que no es importante… todo eso que Jesús ya advirtió y que nos impide vivir verdaderamente el riesgo del amor. 



La verdad es que, por un lado, me digo: “mira que lo tienes fácil”. Es impresionante poder recordar a tantas personas que me lo ponen muy fácil. No ver ese rostro que amo y por el que he dado mi vida en ellos es imposible. Por otro lado, me pregunto: “pero ¿de dónde han salido?” ¿Se puede aprender esa humildad? ¿La belleza de su inocencia? ¿Esa sencillez y esa bondad casi naturales? Entonces me respondo, porque sólo hay una respuesta: esta es la verdad de ser personas, aquí y en cualquier parte donde las haya, un misterio de Dios que está en lo más verdadero de cada uno, un misterio que permanece, misterio de libertad y amor, misterio infinito de vida.

Mientras escribo estas líneas, esta vez, me ha venido al corazón una y otra vez un regalo de estos que recibí hace unos cuatro años. Se llama Pablo. Su pasión, la más alta. Me decía a mí mismo cómo sería fantástico que se conociesen, luego, algo me ha hecho pensar que precisamente por eso la gracia de la vida me los ha regalado, porque seguramente en mí ellos se encuentran, más allá de nuestras medidas, las del tiempo y el espacio incluso. ¿Será verdad que al final somos un universo que se está creando constantemente? Aunque para hacerlo haya que clavar algunos clavos… 


Acabábamos nuestra sobremesa con ellos, con los clavos. Es tan fácil clavarlos… pero pensar en ellos y creer que te comprimen no alarga la cerca, es mejor descubrirlos como posibilidades de seguir adelante, reconocerse y decidirse a amar con mucha más intensidad si cabe. Porque es verdad, amar, y más cuando el amor es tan puro, siempre duele. 


Posos de Café en Pemba 22, 15 de enero de 2013.



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