miércoles, 2 de enero de 2013

Minhuene




Minhuene




Dos jovenzanos nos insistieron para que fuésemos a la aldea, Minhuene, a tan sólo cien o doscientos metros del entorno de la ruinosa pero magnífica misión de los montfortinos, fundadores de la diócesis de Cabo
Delgado. Gilberto y Antonio, sin todavía los quince años. Estuvieron en la eucaristía por la mañana, en la que como invitado tuve que hablar mientras el párroco me traducía a esta lengua misteriosa que es el makúa.







En toda la semana no habíamos visto mucha gente, y pudimos concentrarnos en el trabajo personal, con una misionera franciscana y un seminarista que se prepara para diácono. A tiempos con una y con otro, descubriendo juntos lo apasionante de un seguimiento en libertad como nada ni nadie puede ofrecer, de una palabra que se impone porque es verdad y todos pueden entenderla, de una vida que merece la pena de ser vivida porque está llena de luz y de esperanza.









En la aldea coincidieron los ritos de iniciación de algunas muchachas y los funerales de un anciano importante. Por eso no acudieron muchos esa mañana. Se me ocurrió hablar del corazón de Dios con la palabra en makúa para decir gracias, “assante”. Con eso de Juan el Bautista preparando caminos es fácil reconocer a tantos que a nosotros nos han preparado el camino, a tantos que nos han allanado las aristas de la vida, a veces sin darnos cuenta. Abrir los ojos y reconocer a esas personas que constantemente nos preparan el camino o lo hicieron en su día, aunque no estén hoy entre nosotros, es decir “assante”. Lo que tuvo más éxito fue cuando dije que las mangas que nos comemos están ahí porque un día alguien plantó esos árboles hoy inmensos. Seguramente, las risas fueron por los enfados del párroco con los críos que se suben a las ramas más altas sin encomendarse a nadie o se pasan la mañana tirando piedras a ver cuántas caen. Si no fuese porque luego las mismas piedras le rompen las tejas… y, desde luego, no hay tejas de repuesto por todo el norte de Mozambique. Quizás haya en el sur pero eso es como irse a Rumanía desde Madrid…

Remigio es uno de esos párrocos africanos que está de vueltas, un cáncer lo tiene a medio gas ya hace unos años, ha dejado atrás un problema con la bebida, seguramente no le queda mucho. He tenido que abrir mucho los ojos para descubrir a este hombre durante esta semana. Ha estado pendiente de nosotros en todo, en una situación que todavía me maravilla. El calor ha sido, algún día especialmente, asfixiante; toda la semana una plaga de hormigas carnívoras nos ha hecho caminar dando saltos, sin luz, sin agua… ésta tenía que ir a buscarla a quince o veinte kilómetros, a veces más, para el baño y la cocina. Las lluvias atrasan y en algunos pozos la gente ha hecho cola toda la noche para poder llevar un bidón a casa. Solo, a más de dos horas de camino de Pemba. Cada día nos sorprendía abriendo su corazón con una plegaria diferente, salida del corazón, pidiendo por nosotros y por los más pobres… Tiene las piernas hinchadas, fiebre recurrente, cuando puede se desplaza a Pemba para comprar las medicinas que le han recetado. Estos días nos hemos reído, hemos hablado de todo un poco, y ha agradecido que hayamos compartido con él. Por supuesto no puede enfrentarse a algo como esa plaga de hormigas que nos ha dado la semana, tampoco puede hacer más de lo que hace… ahora comprendo que quizás se esté apagando poco a poco, porque desde luego de él no ha salido ni una sola queja en todo el tiempo. Me preguntaba por qué razón no veía mucha gente por la casa…


Después de pensarlo un rato decidimos visitar la aldea a eso de las cuatro, con el sol ya un poco bajo. Puntuales, Gilberto y Antonio nos esperaban, siempre dando la sensación de que algo muy importante está sucediendo. Y así es, porque lo que aquí importa tiene que ver con la presencia, con el estar, aunque no se diga nada… sin saberlo, me adentraba en una de las experiencias más hermosas de mi vida.



Cada familia ocupa un cuadrante de tierra protegido con una cerca de bambú, demasiado alta para que se vea desde fuera lo que hay dentro, pero no tanto para que no se pueda reconocer de quién es cada casa. Me sorprendió la limpieza que había por todo lado. Gilberto nos guiaba tranquilo y nos iba diciendo: eso de ahí se construye para guardar las semillas de cacahuete, de maíz, la patata o las hortalizas, así en alto para que los ratones o los animales que andan por casa no puedan entrar y lo estropeen; aquello es un lugar para descansar, a la sombra, en medio del terreno, donde toda la familia se sienta y habla, y donde se recibe a los invitados; eso es la cocina; eso de más allá para las gallinas también en alto, así no van las serpientes; aquella casa pequeña es para encerrar a los cerdos; y la mayor de todas es donde dormimos. Todo está construido artesanalmente, con el trabajo cuidadoso de los detalles, sin necesidad de nada que no provenga de la misma naturaleza.



Caminamos más de media hora hasta llegar al extremo de la aldea por los pasillos que las cercas iban abriendo a nuestro paso. Sólo conseguía decir en mi interior y con los ojos abiertos de par en par por cada cosa nueva que descubría: ¡qué pasada!, esta gente no nos necesita para nada. Sentí profundamente que soy yo, somos nosotros quienes les necesitamos… Se respiraba una harmonía, un equilibrio, difícil de explicar. Gilberto y Antonio hablan bien el portugués porque estudian cerca de Pemba, aquí exceptuando alguno de los más mayores, nadie lo habla. Esta semana me propuse aprender diez palabras de makúa cada día y tuve varios días conmigo a los mejores maestros, que no hacen más que reírse de mi torpeza y se sienten muy importantes llevándome por todos los lados y diciéndome nombres para que los repita una y otra vez. Poco a poco fui acabando como ellos, sucio y pegajoso de comer mangas bajo el sol tórrido e inclemente que no parecía afectarles lo más mínimo, riéndome al descosido por las cosas más simples de una vida que merece la pena de ser vivida.



Cuando llegamos a su casa, Gilberto cogió una especie de camastro confeccionado con madera tallada y cuerdas tejidas a mano. Nos sentamos, siempre cerca de la tierra, esta madre que nunca les falla… hace días que tienen problemas de agua, pero no se les ha ido la sonrisa ni la esperanza, saben que la tierra siempre responde. Me ofrecieron un plato de cacahuetes, un regalo para la visita, agradecí, sin poder quitar los ojos a todo lo que me rodeaba, a esta cultura que se me daba en toda su pureza. Por un momento pensé que en algún lado tenía que estar esa idea de inhumanidad que yo mismo sigo creyendo ver escondida en los pliegues de estas culturas. Pero Minhuene no me mostró un solo rastro de ella. Seguimos adelante y entramos en el terreno de Silvino, el padre de Gilberto. Nos esperaban en la tienda de en medio, como si de una glorieta se tratase, un trabajo de cuidada artesanía como todo lo demás, y allí nos sentamos en los mismos catres de cuerda tejida, mientras toda la familia se acercaba, los pequeños, ahora uno, ahora otro, los hermanos… y otro plato de cacahuetes salía a recibirnos. Pocas palabras, muchas sonrisas. Estar, sólo estar, sólo vivir, mientras el sol se ponía con ese anaranjado intenso que ya anuncia las lluvias.



Minhuene se impuso en mí como el cielo estrellado de sus noches. Algo muy adentro me hizo llorar por un futuro que quizás destruya todo lo que son y tienen. Algo sagrado despertó en mí una reverencia hacia un pueblo sobre el que no tenemos ningún derecho.








Hoy, en Pemba, otra vez me daba cuenta de lo que equivocados que estamos. Recordaba las palabras tantas veces dichas por un amigo: el evangelio es verdad porque es verdad, porque es la misma vida del hombre esté donde esté y viva donde viva; la verdad no necesita que la defiendan, ella se defiende sola.




Assante Minhuene, assante Pemba, assante, por haberme dado así, desnuda y viva, la verdad que no puede morir.



Por eso te escucho, porque quien es de la verdad escucha tu voz…



10 de Diciembre de 2012, Posos de café en Pemba 14.




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