martes, 22 de enero de 2013

Nampula




Nampula



Hostigada por un calor sin piedad, cientos de personas pidiendo y miles de vendedores ambulantes, Nampula es la tercera mayor ciudad de Mozambique. Pemba es calurosa, pero aquí y allá sopla siempre una brisa marina. En Nampula, andar por la ciudad  en 
estos días primeros de enero, los más calurosos del año, se vuelve sofocante, y todo contribuye a ello, especialmente la cantidad de personas que se aglomeran en distintas zonas de la ciudad para vender o pedir limosna. No sabría describir tan pronto todas mis sensaciones. Es como si fuesen demasiadas, eso y la incapacidad de pensar que tantas veces caracteriza la vida en África cuando toda la atención se centra en soportar y sobrevivir a todo.

Una ciudad casi totalmente musulmana, con esa convivencia tolerante con las pequeñas comunidades cristianas que no faltan. Así sucede en Pemba, pero aquí, en Nampula, de modo mucho más patente... las mezquitas abundan, por casi todas las calles principales, y el aire musulmán se percibe mucho más. Los comercios más estructurados están en su mayoría en manos de inmigrantes indios, paquistaníes especialmente.

De Pemba a Nampula hay poco menos de 400 kilómetros, y para los habitantes norteños es la referencia y la conexión más habitual con la realidad de fuera, allí los productos son muchas veces el 50 por ciento más baratos, por lo que casi toda la venta ambulante en Pemba proviene de Nampula, y al llegar aquí multiplica su valor al menos por la mitad. 
Con el estado de las carreteras tardamos en llegar casi seis horas, y otras tantas en volver. Para un viaje de un día es algo realmente agotador. Sin embargo el trayecto te permite admirar y adentrarte en la belleza misteriosa de África. Las grandes extensiones hasta donde se pierde la vista, llanuras y planicies de la Sabana, ahora verdes en la estación ya adentrada de los Monzones, salpicadas por elevaciones montañosas que alardean de soledad como si fuesen inmensos termiteros, alrededor de los cuales se levantan los poblados como en una inveterada reverencia hacia lo majestuoso y solitario. Un viaje tan largo, entre socavones y hendiduras en la carretera abiertos por la lluvia que hay que esquivar necesariamente, te permite dejar volar el pensamiento atrapado por el espectáculo incesante de tanta belleza.



Los poblados africanos por aquí son una curiosa combinación de barro y bambú, con los que se confecciona el espacio para refugiarse de la lluvia o de la noche, puesto que la vida se hace siempre a la intemperie. La techumbre es una entretejida red de bambús sobre la que asienta una paja especial que, si está bien colocada, no dejará pasar la lluvia. Cada familia limita su espacio vital con una cerca lo suficientemente alta para que nadie pueda inmiscuirse, pues entrar en ese espacio así protegido sólo es posible si has sido invitado… es muy fácil descubrir aquí la presencia de estrictas leyes de hospitalidad que se han mantenido hasta hoy.
La vida discurre en referencia total a la tierra. No hace tanto que explicaba en clase a mis alumnos el mito de la creación del hombre a partir del barro y del soplo divino, como una ineludible vinculación a la tierra que todos somos pero al mismo tiempo con la llamada a transcenderla que también a todos nos constituye. Continuamente, mientras viajas por el interior de África, descubres hombres y mujeres que viven esta relación con la tierra, sin alterarla, como hace miles de años. En mi viaje a Nampula meditaba en esta relación que en muchos lugares del mundo parece haberse olvidado, en la verdad profunda que esconde el haber sido creados de barro y cuán lejos no estaremos de ella al haber perdido esta fe y esta conciencia.



Si miro al Evangelio todo me habla de barro, de tierra… entonces pienso en lo mucho que tengo que esforzarme para “volver a la tierra” abandonando todos los artificios con los que yo mismo me he adaptado a vivir como buen hijo de la civilizada Europa. 

Curiosamente pensaba en esa historia que cuenta cómo Dios al crear al hombre discute con sus ángeles dónde esconder la felicidad que estos ya tienen, y tras darse cuenta que ni en el fondo de los mares ni en las altas cimas de las montañas estaría segura, decide esconderla en el corazón humano, sabiendo que este hombre que había creado apenas buscaría por fuera toda la vida lo que sólo se puede encontrar dentro. Pero mientras lo hacía, no conseguía recordar qué era eso que Dios esconde dentro del corazón humano… y algo me dice que olvidarme de eso es una manera de Dios de recordarme que tengo que seguir buscando por dentro.

En Nampula no había ni rastro de Navidad. Hace unos días un amigo me decía que debe ser triste no poder sentir al menos un poco el ambiente navideño y lo que realmente significa. Recuerdo que le contesté: sí, es verdad, pero también esto hace posible que la vivencia de Navidad sea como más interior, quizás más verdadera incluso. Es posible que de tanto buscar por fuera se nos haya olvidado que lo importante está dentro, donde Dios lo escondió, y justamente dentro del barro. 

Fue bonito en Nampula encontrarme con varios musulmanes, ancianos algunos, diciéndome cuando la ocasión lo indicaba, y eso era por cualquier cosa: “todos creemos en Dios”, “Él está con nosotros”… Y si Él está con nosotros, ¿Quién estará contra nosotros?... la mirada limpia y la sonrisa de los musulmanes piadosos me hace creer todavía más en este Dios que ha escogido a los pobres. De Nampula me traje un icono: el rostro anciano y la mirada vidriosa de un musulmán que nos acogió en su posada, sin cobrarnos nada por ello, con una sonrisa. Hay una gran estrella sobre su frente, luz que sale de su interior porque ha dejado brillar la Luz del Rostro del Señor sobre él y, ahora, como dice Isaías, se ha convertido él mismo en luz de las naciones.

Posos de café en Pemba 20, 5 de enero de 2013.




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