sábado, 5 de enero de 2013

Lo único que tenemos...





Lo único que tenemos...




Lo que más impresiona en Pemba es lo que llaman la ciudad alta, en sus días señorial, mientras paseas sin prisa por la acera de palmeras que como una muralla natural advierten de la rocosa caída en su bahía. No impresionan los viejos edificios ni esos otros más nuevos que se amontonan en pocas calles. Lo admirable, al atardecer o al amanecer de cada día, es cómo involuntariamente la mirada se dispara, hacia el inmenso y viejo continente como surgiendo de las aguas... tienes que voltear la cabeza de lado a lado y África se dibuja, inmensa, salvaje, conteniendo todos los misterios y tesoros de la vida desde el origen de los tiempos. Entre el mar y la tierra que emerge, se puede escuchar un diálogo pacífico y humilde a la par que grandioso. 



En el paseo, cada tarde, la mirada se pierde y se reencuentra constantemente. Realidades que están ahí y que ayer no veía se ofrecen como regalos, y cada día se completa un poco más ese cuadro, ese paisaje, demasiado viejo para ser comprendido, demasiado virgen para ser tocado. Una pareja llena de juventud, me hacía pensar en este abrazo contemplado entre el mar y la tierra. Una especie de abrazo eterno, permanente, infinito. Como si en él estuviese al mismo tiempo el comienzo del amor y también su fin. Toda la historia desde sus inicios hasta su plenitud ya contenida.



Entonces he pensado, y no sé muy bien porqué, que la libertad consiste en no exigirle nada a la vida. Quizás por esa sensación de total ofrecimiento en un instante. A la vida puedo pedirle algo, suplicarle incluso, pero no exigirle. Una humilde acogida, un acatamiento, una reverencia, y dejar que ella se diga, aunque nos abrume su silencio y nos envuelva. 



Como ella misma todo es a lo grande en África, desmesurado. Y es quizás esta sin medida la esperanza del mundo... una sin medida de vida, de misterio, de sabiduría. Sin medida que muchos siguen confundiendo para expoliar una dignidad a la que no tenemos derecho. Una de las cosas que hace tan sagrado a este pueblo es esta condición acogedora, natural, que no juzga a nadie, que acoge a cualquier persona, incapaz de sentirse nunca por encima, y que sin embargo es portadora de la desmesura de la vida, del misterio y la sabiduría. Libertad es no exigirle nada a la vida, tan solo suplicarle humildemente lo que a ella pertenece. Como esa parábola de los talentos, o la de los viñadores, o como las palabras de confianza en la providencia que Jesús tanto amaba.


Así ha sido la lluvia en estos dos días, desmesurada, generosa. Cuando pienso en todas las gentes del interior, o simplemente en las de los barrios de aquí, de la ciudad, las muchas personas que hacen kilómetros cada día para encontrar agua... y que ni tan solo esto seamos capaces de recibir agradecidos, entonces es cuando siento más la diferencia, lo que abre esa brecha entre un mundo y otro, no tanto el tener o no tener (que también) sino sobre todo el desprendimiento interior, el saber que nada es mío ni nuestro sino sólo Dios. Sólo él es Padre Nuestro. Lo demás es dádiva, nada más, pura y amorosa dádiva de la vida. Ser pobre es saber esto, que sólo Dios es nuestro, entregado a nosotros, dispuesto a que le demos vida o muerte. Dios, es lo único que tenemos.

Hablando con Abdul, con Abene y con Anli, musulmanes piadosos, humildes corazones abiertos, descubro esta verdad, más allá de todas las convicciones religiosas tan definidas en nuestras escuelas. Se ríen conmigo cuando les cito al místico sufí: el que tiene la enfermedad llamada Jesús ya no se cura. Ellos, que se dirigen a Dios todos los días cinco veces, a un Dios más allá de todo, se encuentran conmigo en lo único que tenemos: a Dios, “nuestro”. Uno se da cuenta que lo que nos hace creyentes es esta conciencia de “tener” a Dios, algo que pertenece a la vida y no a las convicciones pensadas. Podemos encontrarnos y vivir juntos en lo que es vida, no en las razones. En la gratuidad de todas las cosas que no nos pertenecen, que recibimos y nos hacen sentir, respirar y reconocernos los unos a los otros. Es ese respeto y reverencia de San Ignacio, al Padre y “nuestro”, a cada uno de sus hijos. Y aunque la conciencia de ello no sea demasiado explicita, es verdad y es posible porque es la vida. 


 Es curioso que el encuentro verdadero sea este, en la vida, más allá de las convicciones. Orar, Dios y las personas, la dádiva de todas las cosas, son realidades posibles entre cualquier persona. Convicciones razonadas son las que, después de todo, nos separan y someten a la violencia del poder, al engreimiento de las verdades que ya no son más verdades cuando profanan la vida.



Siento que este Dios entregado en nuestras manos, “lo único que tenemos”, es el Dios que nace en la gruta, a la luz de las estrellas. Pero este año aquí y allá, entre las grietas y en los recovecos de aquella cueva, también están las libélulas, quietas, esperando… brillando tenuemente, con el sol que ha impregnado sus alas durante los días, custodiando la esperanza de la humanidad, que poco a poco se despierta en el seno de una madre. La bahía de Pemba es como un regazo, como una madre que va derramando la vida a todos los hijos, mientras estos esperan, piden, suplican porque han aprendido que a la vida no hay que exigirle nada.

Posos de café en Pemba 15, 13 de diciembre de 2012.


 

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