jueves, 31 de enero de 2013

Esos muros invisibles...




Esos muros invisibles… 


Si tuviese que expresar de algún modo lo que más dolor me provoca, lo que me angustia más que nada, lo llamaría así: muros, esos muros invisibles… Cuando tu corazón estaría dispuesto a desposarlo todo y, sin embargo, todo se resiste, se niega, se oculta, porque tiene miedo. Han llamado a África la tierra del miedo. 

Si hay algo en el Evangelio de Jesús que me convence, por encima de todo, es la posibilidad de derrotar el miedo, la experiencia de un amor que sigue diciendo a la humanidad que donde él ha llegado ya no hay temor, ni oscuridad, ni muerte. Lo peor es que son invisibles estos muros, a los propios ojos y a los de los demás. Lo que pretendo decir no es fácil, es de esas experiencias que hay que hacer para poder hacerse cargo de lo que suponen. Límites y barreras, muros y fronteras, que una y otra vez enfrentas y desafías, intentas derribar, y una y otra vez se levantan. Pienso que mis propios miedos también son responsables de que sienta esta presencia. Es, quizás, la batalla de dentro la que ahora se refleja en esta otra de fuera. 


Pero ahí están, aunque no lo quieras ni lo hayas buscado. Recuerdo que una vez llamé a esto “soportar la diferencia”. Hoy, ante los puentes rotos y los caminos sin salida, ante la reacción del silencio violento, cuando te dicen sin decirlo que no eres suyo, los que precisamente menos deberían decirlo, se ensombrece el alma, y de nuevo recolocas tu vida, tus relaciones y aquello que sencillamente quieres ser en medio de esta realidad tan diferente. 


Seguramente que otros también lo habrán dicho, es el muro que, por vergüenza, nadie reconoce, si exceptuamos a quienes lo justifican porque ya no tienen remedio, y que se levanta como una fortaleza cada vez que algún africano dice "este color no sirve para nada". Su color, su raza. A veces, cuando nos toca enfrentar algún problema y más de uno se sale de sus cabales, siempre hay alguien a quien se le escapa esa expresión o alguna parecida. Es la superioridad de la raza blanca. Si alguien piensa que la humanidad ha madurado lo suficiente y que esto es algo más que superado debería vivir un tiempo en África. Hay una reconciliación que este pueblo, y quizás todos los pueblos, ha de vivir consigo mismo y que sigue pendiente. Me pregunto cuántos años de desprecio acumulado, cuánta exclusión y cuánta negación de la dignidad humana, habrá hecho falta para que el color de la piel hable estas cosas. Si lo más sensible, aquello que nos pone en contacto con toda la realidad, siente así, como una maldición, el ser lo que es, ha tenido que haber sufrido una humillación que no soy capaz de imaginar.

Cuando quiero explicarme muchas actitudes que veo cada día, distancias más o menos conscientes, palabras y expresiones de tantas personas que se dirigen a mí, no me resulta difícil reconocer este muro, inconsciente las mas de las veces, pero haciendo mella en el interior de estas vidas, como si algo les fuese convenciendo que realmente su color no sirve para nada. Solo el miedo puede entonces abrirse camino, el miedo y la amenaza, haciéndose imposible cada uno a sí mismo la experiencia de la libertad y del amor.
Más allá de la mezquindad de nuestros comportamientos que tantas veces impregna nuestra vida, este muro invisible se levanta una y otra vez como una bestia que permaneciese adormecida en el abismo de la conciencia. Los africanos identificaron el evangelio con el blanco, con el dinero, con el poder. Por eso el evangelio todavía no es evangelio en África. Pues aunque muchas realidades lo hagan posible, con el tiempo siempre despierta el recuerdo de una historia de esclavitud y humillación, en cuyo seno no tenemos el valor de situarnos los que venimos de fuera, pues es demasiada la indigencia, demasiada la desnudez.


Las lluvias inundan Mozambique, grandes lodazales obstaculizan los caminos. Las barriadas de las ciudades, sin ningún tipo de desagües, sufren especialmente. Las imágenes de muebles, camas y sofás, puestos al sol porque el agua ha inundado la casa, son cotidianas. Pero así es la vida, una oración a la clemencia del tiempo que aquí, en África, tiene la capacidad de destruirlo todo, porque todo es demasiado frágil para soportarlo. Pero las lluvias bendicen los campos y traen alimento, a pesar de todo son una cura, a la peor de las enfermedades, el hambre.
Esta noche he cenado con Remigio y he podido abrir mi corazón a este hombre. Me recordaba un libro que leí hace tiempo, el pastor herido, por su manera de mirar a las personas y a la misma vida. La luna encendía de luz plateada las crestas de las olas mientras compartíamos esperanzas y temores. Ha dicho algo con lo que todavía sigo meditando: somos servidores de la palabra, la palabra nos curará. Como la lluvia cura la sequedad de los campos, la palabra lo inundará todo, socavará los cimientos de todos los muros, por muy invisibles que sean. Sólo es necesario paciencia, humilde plegaria y escucha de la palabra. 

Es bueno que aquellos que tienes al lado te digan estas cosas y que puedas ver esos muros, invisibles tantas veces, cuando se muestran es porque la liberación que esperan está cerca… Bien, a todo se le puede dar una media vuelta, no importa tanto qué haya hecho la historia sino que Alguien nos ha dado a cada uno la posibilidad de empezar de nuevo. Sí, es verdad, ¿quién ha dicho que la historia que ha levantado tantos muros es la verdadera historia? Una Palabra puede curarlo todo, una historia puede ser desde hoy la verdadera historia.

 
Posos de café en Pemba 23, 23 de enero de 2013.


3 comentarios:

  1. Estoy totalmente de acuerdo.Los miedos nos separan unos a otros,no importa ni el color de la piel ni de donde venimos.Lo que importa son nuestros actos.un saludo.

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Assante, dicen los makúas, vuestra cercanía es una señal de que otro mundo es posible...

    ResponderEliminar